El gran sueño
El 14 de mayo de 1948, David Ben-Gurion leía en el museo de Tel Aviv la declaración de independencia del Yishuv, la colonia judía en Palestina, por la cual se establecía el Estado de Israel «en virtud de nuestro derecho nacional e intrínseco, y en cumplimiento de la resolución de las Naciones Unidas». Después de muchas tragedias y en vísperas de que cinco ejércitos árabes emprendieran la invasión del micro-Estado judío, se hacía así realidad el «gran sueño» esbozado medio siglo antes por el fundador del sionismo, Theodor Herzl. Un hombre fiel, en su incansable actividad como propagandista, al lema «Wollen macht frei» («querer hace libres») al que los nazis habrían de oponer el siniestro «Arbeit macht frei» colocado sobre la puerta de entrada de Auschwitz.El sionismo, en cuanto proyecto de construir una patria judía en Palestina, no surgió como resultado de ningún propósito expansionista o de aplicación del profetismo. Fue una respuesta lógica a la subida en flecha del antisemitismo, la forma moderna de racismo antijudío, en la Europa centro-oriental, y de modo especial en Rusia, Alemania y Austria-Hungría. En 1898, el propio káiser Guillermo II estimaba que nueve de cada diez alemanes eran antisemitas y la adhesión a tales ideas era, asimismo, amplia entre las capas populares vienesas, lideradas por el alcalde cristianosocial Karl Lueger. Es el ambiente en que se formará poco tiempo después Adolf Hitler.
El fin de las discriminaciones legales antijudías y la formación de la sociedad de masas, en inesperada convergencia, crearon el caldo de cultivo, particularmente denso en Viena, para la eclosión del antisemitismo. De ahí que un joven judío de modales aristocráticos y nada religioso, fascinado inicialmente por el nacionalismo alemán, luego partidario de la asimilación plena de los judíos, como Theodor Herzl, se diera cuenta del peligro y, a partir de su libro El Estado judío (1895), se consagrara a impulsar la formación de un espacio político donde los judíos pudiesen serlo sin amenazas ni discriminaciones. Primero dudó entre Argentina y Palestina, luego optó decididamente por la segunda. Y si el Estado de los Habsburgo era para los judíos del imperio el único asidero, por contraste con la sociedad civil, lugar de las identidades nacionales y de la discriminación, la solución residía, evidentemente, en conseguir un Estado propio.
Era la forma también de conjurar definitivamente el riesgo periódico de persecuciones y matanzas, que desde muchos siglos atrás no se limitaba a la Europa Central y del Este. Quizá el primer ejemplo de violencia antijudaica organizada desde el poder se remonte al último siglo del reino visigodo en la Península. El mismo Isidoro de Sevilla, que escribe el Laus Hispaniae, sistematiza en sus dos libros Contra los judíos la actitud medieval de condena de la Iglesia contra la Sinagoga, ciega por desconocer voluntariamente la divinidad de Cristo. La presencia de una fuerte minoría judía, confrontada al engarce entre una aristocracia militar definida por vínculos de sangre y la citada condena eclesiástica, desencadenará a fines del siglo VII un primer ensayo de «extirpar con sus raíces la peste judaica», truncado por la invasión árabe. Pero casi ocho siglos más tarde, el antijudaísmo vuelve a primer plano, con la expulsión de los creyentes y la persecución de los conversos. Las palabras de un fraile cartujo en su Retablo de la vida de Cristo dan idea del clima de la época: «Perros crueles, que no me arrepiento, / llamándoos perros en forma de humanos. / ¡Oh, pueblo de dura cerviz y maldito / merecedor de la horca de Haman!». La espiral de violencia que comenzara a formarse en las matanzas del siglo XIV, con san Vicente Ferrer en primer plano, iba a parar a Torquemada. Como irónicamente ha explicado el escritor sefardí Marcel Cohen: «Sin este loko de Vicente, sin los reyes katolikos, es vedra qe nunka mos seryamos ydo a Turkya. Ama, despues de todo, no es malo de viazar un poko». Sólo que para muchos sefardíes de los Balcanes el viaje acabó, con el paso de los siglos, en los campos de exterminio nazis.
Es, pues, difícil separar la imagen histórica de la emigración judía a Palestina, hasta 1939, de la catástrofe que va cerniéndose sobre los judíos europeos por obra y gracia de un antisemitismo que en su versión germana desemboca en el Holocausto. La idea de un hogar nacional judío en Palestina había sido proclamada en 1917 por lord Balfour, pero el problema de fondo consistía en que la gran mayoría de la población palestina era árabe y sólo en la ciudad de Jerusalén predominaban los pobladores judíos. La estrategia sionista consistirá en obtener un refrendo de la declaración, y sobre todo en adquirir tierras donde establecer colonias agrícolas de manera que fuese invirtiéndose la relación demográfica desfavorable. Es una colonización marcada por rasgos utópicos, comunitarios, cuya expresión será el kibbutz, correlato en Palestina de la intensa participación judía en la izquierda europea de la época, desde la socialdemocracia a la Internacional Comunista. Es también un tiempo en que la izquierda sionista propone el acercamiento a unos árabes cada vez más enfrentados al proyecto de un Estado judío en Palestina. Una tensión que da lugar al enfrentamiento abierto cuando esa perspectiva se haga inminente tras la Shoah y la victoria aliada en 1945.
El germen de un conflicto insoluble se encontraba ya en la declaración que el líder sionista Chaïn Weizmann hace el 21 de abril de 1918 en Jerusalén: «Ninguno de mis hermanos dispersos en el mundo entero es extraño a este país. Nuestros antepasados defendieron heroicamente su eterno derecho a este lugar santo. Por eso ahora no es que estemos viniendo a Palestina, sino volviendo al interior de nuestras fronteras». A continuación, Weizmann tranquilizaba a los asistentes árabes, hablando de una convivencia pacífica, pero era claro que Palestina era Eretz-Israel, el país de Israel cuya posesión Yavé asignara a su pueblo en el capítulo octavo del libro de Zacarías. La derrota de los invasores árabes en 1948-1949 hizo posible la supervivencia del Estado judío, pero también abrirá el camino para aplicar en la práctica esa concepción, a costa de los residentes árabes. Paralelamente, los fundamentos laicos de la izquierda sionista ce
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den paso a un creciente mesianismo. El veterano socialista Ben Gurion hablará así en 1957 ante el Congreso Mundial Sionista: "El sufrimiento del pueblo judío en la Diáspora, tanto económico como político o cultural, ha sido un factor poderoso de la inmigración a la tierra de Israel. Pero solamente la visión mesiánica [tomada de los profetas] fecundó ese factor y le guió hacia la construcción del Estado".
Las sucesivas victorias militares, la conversación de Israel en la cabeza de puente de Estados Unidos en el Oriente Medio, las nuevas oleadas migratorias, con sus cargas de antiarabismo y de integrismo, y el alejamiento cada vez mayor del contenido utópico fundacional, acentuaron la deriva hacia la intransigencia. Su última expresión ha sido el ultranacionalismo exhibido desde su llegada al poder por Benjamín Netanyahu. Frente a su política de fuerza, de colonización y de incumplimiento de los acuerdos de Oslo, ni Estados Unidos ni Europa hacen nada eficaz, en espera de que el azar conjure la catástrofe. Parece que las sanciones internacionales están reservadas para Irak y Serbia. Así las cosas, la sincera celebración del cincuentenario del Estado de Israel ha de ir acompañada de una firme protesta contra el aplastamiento de sus derechos que Netanyahu impone al pueblo palestino.
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