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Columna
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Orgullosos de ser racistas

El racismo ha dejado de ser un sentimiento vergonzante, algo especialmente grave en un país y un continente de emigrantes

Manifestación contra el racismo en Liverpool, el pasado día 3. El cartel que exhibe la joven dice "Tu patriotismo racista huele a fascismo".
Manifestación contra el racismo en Liverpool, el pasado día 3. El cartel que exhibe la joven dice "Tu patriotismo racista huele a fascismo".Belinda Jiao (REUTERS)
Guillermo Altares

Gran parte de la historia de Europa se funda sobre dos sentimientos repugnantes: el racismo y el clasismo. Incluso las sociedades antiguas sobre las que basa nuestra idea de democracia, la Grecia clásica y la República romana, estaban ferozmente divididas en clases que marcaban todos los aspectos de la vida cotidiana, incluso la vestimenta —el paño y el color de las túnicas quedaban determinados por la clase social y era un delito muy grave hacerse pasar por otro con un color inapropiado—. En Los miserables, Víctor Hugo relata la historia de la persecución implacable que sufre un hombre, Jean Valjean, que un día robó un trozo de pan. El delito de Valjean, como el de millones de europeos entonces, era sencillamente ser pobre y tratar de dejar de serlo.

El racismo también ha sido otra idea central en el desarrollo de Occidente. Todo el colonialismo se basa en el concepto de que unos pueblos son superiores a otros y que, por lo tanto, necesitan la tutela de los blancos. Además, ya que estaban por ahí, se quedaban con sus recursos naturales. La esclavitud, que dependía del color de la piel y del nacimiento, fue esencial para el desarrollo de muchas economías occidentales y, conviene no olvidarlo, España fue el último país europeo en abolirla: en Cuba no se ilegalizó hasta 1886. La idea de que unas razas eran superiores a otras llevó, además, a la mayor catástrofe que ha conocido el mundo: el nazismo.

Todo el régimen nacionalsocialista se basaba en la pureza de sangre y en el racismo. De hecho, cuando Hitler llegó al poder, los estancos comenzaron a vender formularios para consignar la genealogía familiar, que resultaban esenciales para la supervivencia social, al principio, y para la mera supervivencia después. Cuando el mundo despertó de la Segunda Guerra Mundial, quedó claro que el racismo solo llevaba a un lugar. Esto debería haber sido suficiente para borrarlo para siempre, al igual que el cataclismo de la guerra de los Treinta Años desembocó en la paz de Westfalia de 1648, un tratado que acabó con los conflictos de religión en Europa y sentó las bases de las relaciones internacionales —Hitler odiaba ese acuerdo—. También está la ciencia, que ha demostrado que hablar de razas es absurdo y que las diferencias entre los seres humanos son inapreciables —todos compartimos un 99,9% del genoma y el 96% con los chimpancés—. Pero, curiosamente, los racistas suelen despreciar la ciencia.

El racismo no quedó ni mucho menos erradicado, pero la descolonización, los años sesenta, el movimiento de los derechos civiles hicieron que, por lo menos, se convirtiese en un sentimiento vergonzante que políticamente solo reivindicaban —y no siempre de manera pública— algunos partidos, a los que a muchos les daba vergüenza confesar que votaban, o que se ejercía en público bajo el anonimato de la masa de un estadio de fútbol. Sin embargo, en los últimos años algo ha cambiado y, de repente, no pasa nada por ser racista sin complejos, por relacionar la delincuencia con la inmigración en contra de todos los datos —como hizo el líder del PP Alberto Núñez Feijóo en julio—, por promover noticias falsas contra inmigrantes en redes sociales que acaban con revueltas en numerosas ciudades —como ha ocurrido en el Reino Unido a principios de este mes— o por clasificar a un contrincante político por el color de su piel —como ha hecho Donald Trump con Kamala Harris—. Todo esto da mucha vergüenza. En España, además, es un insulto especialmente grave en un país y un continente de emigrantes. Pero también produce bastante miedo: declaraciones como estas, pronunciadas por líderes políticos de partidos importantes de todo Occidente, abren una puerta, marcan un camino, cuyo final ya conocemos.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.
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