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Columna
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La danza olímpica

Azuzar el odio es un deporte cada vez menos espontáneo: se señala algo y se proyecta como una ofensa por miedo a que muestre una diversidad que sea compartida e incluso celebrada

La danza olímpica / Máriam M. Bascuñán
DEL HAMBRE
Máriam Martínez-Bascuñán

Somos diferentes, pero estamos juntos y bailamos bajo la misma lluvia. La idea, formulada por el director artístico de la ceremonia olímpica de París, Thomas Jolly, ha sido una premonición. Algunas de sus representaciones fueron polémicas y contestadas con retórica incendiaria. Azuzar el odio es un deporte cada vez menos espontáneo, aunque suceda en las redes: alguien decide señalar algo y se esfuerza por proyectarlo como una ofensa. ¿Con qué fin? Para dividir, por miedo a que, de pronto, algo que muestra la diversidad o que explicita las fronteras porosas de nuestras identidades sea compartido por todos e incluso celebrado, provocando una energía nueva. La ceremonia enseguida recibió ataques de la ultraderecha identitaria y de los obispos franceses, a quienes se sumó otro clásico entre sus poderosos voceros, el mismísimo Elon Musk, que anda estos días jugando a la guerra civil en el Reino Unido avivando las llamas de las protestas racistas callejeras.

Pero volvamos a la ceremonia. No gustó la escena de trance y transformación (llámenla trans, si quieren) de aquel festín para dioses con connotaciones dionisiacas que saltaba de la Grecia olímpica a París y se convertía en una pasarela de moda. El estallido y la sucesión de imágenes de la coreografía permitía intuir una representación de La Última Cena de Leonardo da Vinci, algo blasfemo, al parecer. No gustó que la artista Aya Nakamura pervirtiera con sus canciones la lengua de Molière frente a la Academia Francesa, atrayendo a la Guardia Republicana a una danza de encuentro en el Pont des Arts. Lo institucional se fundía con el arte pop de la ciudad y producía un estallido de belleza y alegría compartidas. Tampoco gustó escuchar La Marsellesa interpretada desde la sororidad por la mezzosoprano negra Axelle Saint-Cirel. Todas estas imágenes disolvían las fracturas identitarias que dividen nuestras sociedades, despedazando desde la belleza la agenda reaccionaria que lucha por restaurar el falso “orden natural de las cosas”. Fue un grito poderoso: nuestras identidades son impuras, mezcladas, fragmentadas. Y de ese grito se extrae una pregunta política: ¿cómo convivir en un mundo que nos pertenece a todos?

Por eso es peligrosa la fortaleza de una boxeadora. Cuando se recurre al orden natural de las cosas para legitimar tu discurso, acabas encontrando que la naturaleza dice que una mujer tiene más testosterona que otras. En realidad, la identidad de género de Imane Khelif daba igual: lo importante es cómo ella es identificada para atacarla. También da igual la verdadera identidad del joven acusado de asesinar a tres niñas y que ha desencadenado las protestas racistas en el Reino Unido. Identificarlos, respectivamente, como trans o musulmán es el pasaporte para inducir el pánico moral y atacar en bloque. Pero tengamos algo claro: ni en la ceremonia de los Juegos ni en las protestas racistas del Reino Unido asistimos a ataques espontáneos. La reacción se aprovecha de ese miedo atávico que aparece al perder la tranquilidad de una identidad ordenada: hombres y mujeres, cristianos y musulmanes, blancos y negros. Aquí los míos y allí los otros. Cuando miramos a alguien o algo que nos sitúa en un lugar donde nuestra propia imagen titubea, sentimos el pánico a la frontera: su porosidad nos dice que el diferente que veo ante mí es alguien como yo. Por eso se atacó a la ceremonia olímpica. Porque, en lugar de pánico, esa frontera era motivo mundial de celebración.

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