El Reino Unido y su latente pulsión de violencia y racismo
La primera tarea de Starmer será sofocar un incendio que dirigentes como Boris Johnson o Nigel Farage, y extremistas como Tommy Robinson, han vuelto a provocar
Lo más urgente cuando un bosque se quema es sofocar el incendio. Y hacerlo con la estrategia adecuada, para impedir que se aviven las llamas. El primer ministro del Reino Unido, Keir Starmer, se ha enfrentado a la primera crisis grave de su mandato con la oleada de disturbios racistas y xenófobos desplegada la semana pasada por todo el país, después del brutal asesinato a cuchilladas de tres niñas en la localidad costera de Southport.
Starmer era director de la Fiscalía de la Corona (algo similar al puesto de fiscal general en España) en 2011. En agosto de aquel año, la Policía Metropolitana de Londres acribilló a balazos a Mark Duggan, un hombre negro de 29 años padre de cuatro hijos. Los violentos disturbios que estallaron en el barrio de Tottenham se extendieron por toda la capital, y saltaron a otras ciudades británicas. El fiscal jefe pudo comprobar entonces cuál era la mejor respuesta para desinflar la crisis. Convenció a los tribunales para mantener sus puertas abiertas durante 24 horas y acelerar los juicios y las sentencias de los arrestados.
El primer ministro ha evitado la trampa de la condescendencia. Ha esquivado el debate tramposo de la inmigración, como causa de todas las inquietudes que agitan a los británicos, que tan bien ha alimentado estos años el Partido Conservador.
Starmer ha puesto en marcha una fuerza de respuesta rápida, con 6.000 agentes antidisturbios, para enviar rápidamente a aquella parte del país donde se necesite. Y ha logrado de nuevo que se aceleren los juicios de los presuntos alborotadores.
Nada es gratis en política. El Partido Laborista había heredado unos tribunales al límite de su capacidad, con miles de juicios retrasados, y una crisis penitenciaria, con cárceles repletas, que llevó a anunciar la liberación anticipada, a partir de este septiembre, de miles de presos.
La respuesta a los disturbios de esta semana supondrá más retrasos judiciales (algunos casos de violación llevan más de un año a la espera de ser juzgados) y un incremento de la presión en las cárceles. Pero ha demostrado la capacidad resolutiva de Starmer y su pragmatismo.
Los protagonistas de los disturbios. En los asedios a mezquitas, bibliotecas, organizaciones no gubernamentales y hoteles donde se alojan los solicitantes de asilo han participado cuatro grupos heterogéneos que juntos sumaban más cientos que miles de personas. En primer lugar, los activistas de extrema derecha y fascistas, movilizados sobre todo por un canal encriptado de Telegram, pero también por X (antes Twitter) o Facebook. En segundo lugar, grupos de hombres con ganas de pelea y cargados de alcohol y drogas (los mismos que alimentan el hooliganismo del fútbol, hoy tan controlado por la policía). Junto a ellos, personas mayores, muchas de ellas mujeres, confundidas por una sociedad cada vez más diversa que les deja descolocados. Y un cuarto grupo: jóvenes escolares, algunos acompañados de sus padres, llevados por la curiosidad y las ganas de participar en algo que agite su verano.
Desde la distancia, fuera del alcance de la violencia física, se han situado los verdaderos pirómanos. El multimillonario Elon Musk, propietario de la red social X, que con una profunda ignorancia de la realidad británica ha asegurado que el Reino Unido “se halla al borde de una guerra civil” y ha arremetido contra Starmer, al que acusa de aplicar mayor dureza contra los hombres blancos que contra los jóvenes de minorías étnicas que se han enfrentado a ellos. O Stephen Christopher Lennon, conocido por el pseudónimo de Tommy Robinson, cofundador de la organización fascista Liga de Defensa Inglesa, a quien Musk amnistió cuando compró Twitter y le permitió recuperar su cuenta en esa red social, que le había sido vetada por su discurso del odio. Desde su disfrute veraniego en la isla de Chipre, Robinson ha arengado a los suyos para salir a la calle y cargar contra las mezquitas.
Y el peor de todos ellos, Nigel Farage, a quien el brillante político conservador Chris Patten definió acertadamente como un “Tommy Robinson con pañuelo de seda al cuello”. El político populista, que lleva una década cabalgando a lomos del Brexit, logró finalmente en las pasadas elecciones del 4 de julio un puesto de diputado, pero Farage sigue prefiriendo la técnica incendiaria de publicar vídeos en las redes sociales, donde ha sugerido que la policía había ocultado información sobre el asesinato de las niñas de Southport.
La violencia cíclica. A finales de agosto, se celebrará en Londres el carnaval de Notting Hill, que reúne en un ambiente festivo a millones de personas. Pocos saben que el origen de esta fiesta fue la necesidad de poner fin a la violencia racista de los blancos británicos contra la recién llegada comunidad afrocaribeña de la década de los cincuenta. Diez años después, el discurso xenófobo y agresivo del político conservador Enoch Powell, bautizado por los medios como el discurso de los “ríos de sangre” por una de sus citas, alimentó el fascismo de los setenta. Al que siguió el hooliganismo de los ochenta.
”La famosa insularidad y xenofobia del inglés es mucho más fuerte entre la clase trabajadora que entre los burgueses. En todos los países, los pobres son más nacionalistas que los ricos, pero la clase trabajadora inglesa destaca sobre cualquier otra por el modo en que aborrece los hábitos extranjeros”, escribió George Orwell en su ensayo El León y el Unicornio, uno de los intentos más brillantes de descifrar el alma de los británicos. Una década de gobiernos conservadores más centrados en azuzar odios e ideología, con el Brexit como ariete, que en solucionar problemas, ha resucitado la pulsión de la violencia. Es en esas zonas olvidadas de Inglaterra, sin servicios sociales ni posibilidades laborales, donde están los hostales que llevan años dando cobijo a los solicitantes de asilo que hoy ataca la extrema derecha. Inmigrantes hacinados sin fecha de caducidad por unos gobiernos con pocas ganas de acelerar los trámites de su regularización o de sus solicitudes de asilo.
Starmer ha heredado un país con graves ineficiencias, y la única respuesta posible para evitar futuros estallidos de violencia es lograr que vuelva a funcionar y tenga una prosperidad repartida. Pero su primera tarea, la más ingrata, es la de sofocar un incendio que los Boris Johnson, los Nigel Farage o los Tommy Robinson han vuelto a provocar.
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