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TRIBUNA
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Más vale un final con horror

El centro de la sociedad europea fue superado en las elecciones por sus extremos, evidenciando todo lo que podemos perder si no hacemos algo

Tareas de escrutinio la madrugada del lunes en un colegio electoral de Hamburgo.
Tareas de escrutinio la madrugada del lunes en un colegio electoral de Hamburgo.Georg Wendt (Getty)
Patricio Pron

Escribo estas líneas en Alemania, donde la extrema derecha es ya la segunda fuerza política por detrás de los conservadores. Que las encuestan anticipasen este hecho desde hacía semanas no lo vuelve menos preocupante: se sabía que el Gobierno —un tripartito de liberales, verdes y socialdemócratas paralizado por sus propias contradicciones— iba a ser castigado por los votantes, pero también se contaba con que la revelación de que un puñado de políticos de Alternativa para Alemania (AfD) se reunió recientemente con neonazis para discutir un plan para expulsar del país a todos los extranjeros, incluso a los que ya tienen la nacionalidad alemana, le pasaría factura a la extrema derecha. No fue así.

Ni su uso de vocabulario y simbología nazis ni las pruebas de que, al igual que otras marcas radicales en Europa, AfD recibe dinero de Rusia sirvieron para que los votantes cambiasen su voto. Que un puñado de partidarios del Tercer Reich esté siendo juzgado en estos momentos por planear un golpe de Estado hace unos meses tampoco sirvió para que algunos comprendieran la dimensión del peligro en el que se encuentra la democracia europea. Nos gusta pensar que cuando la catástrofe se cierna sobre nosotros seremos capaces de reconocerla, pero el hecho es que sus signos casi siempre se nos escapan. Sus consecuencias se nos hacen visibles tarde o temprano, por supuesto. Para entonces, sin embargo, ya no recordamos cuál fue su origen.

Uno de los aspectos más perturbadores del resultado electoral del domingo es que todo parece seguir igual. Hoy, los periódicos alemanes están llenos de juegos de palabras y la mayor parte de las personas ya no lee periódicos. Pero llovizna ligeramente sobre Colonia, los pájaros expresan su descontento y su furor y se refugian bajo los árboles, que continúan estirando sus dedos hacia el cielo. En Ehrenfeld —el barrio turco de la ciudad, habitado también desde hace algún tiempo por artistas, parejas jóvenes, diseñadores gráficos, estudiantes y activistas—, mis vecinos van de un lado a otro con sus pequeñas preocupaciones. Nadie habla de política. O está satisfecho con los resultados o se encoge de hombros.

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No podemos saber en qué momento preciso la promesa contenida en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano dio paso al mundo poshumanista, posdemocrático, posderechos que habitamos ni de qué modo nos vimos enredados en una economía posindustrial en cuyo marco el dinero —desestimada ya la posibilidad del crecimiento económico— se contempla en un espejo deformante de criptomonedas y engaños masivos sin ya ningún propósito de producir riqueza ni de distribuirla. Parece claro, sin embargo, que lo primero que sucedió fue que el capitalismo se entregó a sus fuerzas más autodestructivas, luego el Estado se retiró de la gestión de los asuntos comunes y el vacío resultante condujo al nihilismo: por último, los nihilistas desarrollaron las tecnologías necesarias para convertir su doctrina en una forma de subjetivación, en tutoriales, memes, trending topics, promesas de una revelación que nunca llega.

Maurice Blanchot escribió: “Sabemos lo que hay que hacer para que sobrevenga la aniquilación final, pero no sabemos a qué recursos apelar para impedirle sobrevenir”. En la medida en que “pone en cuestión la especie humana en su totalidad”, la catástrofe hace que esa totalidad surja “visiblemente y por vez primera en nuestro horizonte”. El centro de la sociedad europea fue superado por sus extremos el pasado domingo, haciendo evidente la amenaza que se cierne sobre él y todo lo que podemos perder si no hacemos algo al respecto. Pero hay algo esperanzador en estas elecciones europeas y es el hecho de que probaron que nuestra capacidad de una negación absoluta de una vida tolerable todavía no es ilimitada, afortunadamente. También, que el proyecto de una democracia radical no puede ser separado del de una Ilustración radical, que haga posible, de algún modo, que las personas comiencen a utilizar su voto para profundizar en la democracia, no para destruirla desde dentro. Nuestro propósito no debería ser el de alegrarnos de que arde la casa del vecino mientras la nuestra todavía no ha cogido fuego, sino el de defender los derechos adquiridos tras la catástrofe europea y obtener otros nuevos, como los derechos de la naturaleza y los que necesitamos para protegernos de lo que las empresas tecnológicas van camino de hacer con nosotros. A los alemanes les gusta decir que “más vale un final con horror que un horror sin final”, pero, en mi opinión, lo mejor es huir de la catástrofe tanto como sea posible. Un mirlo acaba de posarse en mi ventana, mientras escribo esto: parece perplejo, como el resto de nosotros. Nuestra tarea tras las elecciones del domingo es decidir, ante el abismo que se extiende entre el consenso de posguerra y la sociedad que viene, qué vamos a llevarnos al otro lado, para quién y de qué modo.

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