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Columna
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Maurice Blanchot, un agujero negro

No se trata de una comparación científica -no puede serlo, no es posible que lo sea ni en el terreno literario, ni en el de la ciencia- sino de una simple metáfora, si es que los tropos pueden serlo nunca ("comparación no es razón", decía Etiemble). Pues ¿cómo imaginar el perfil de un escritor que lo ha ocultado siempre, cómo imaginar el rostro de un escritor sin rostro? Durante toda su vida adulta, el gran crítico -y creador, nunca puede ir lo primero sin lo segundo y al revés- Maurice Blanchot, quizá el mayor escritor vivo de la literatura universal, al menos hasta que hace siete días se nos marchó a los 95 años de edad en su domicilio de Yvelines, no lejos de París, ocultó el suyo hasta el punto de que apenas ha dejado imágenes que nos lo recuerden. La prensa ha podido ofrecer un par de fotografías suyas como por casualidad, pues ésa fue su voluntad casi desde el principio: un par de fotografías de 1929, de cuando estudiaba -filosofía y alemán, en lo que se doctoró, pues iba para profesor- en la Universidad de Estrasburgo, en un grupo de cinco amigos, con dos mujeres jóvenes, otro compañero y Emmanuel Lévinas, subido sobre el capot de un coche: un muchacho delgado, alto y rubio, bien vestido y con pajarita, elegante y casi aristocrático. La otra foto, mucho más borrosa, fue tomada ya muy viejo en 1995 en el aparcamiento de un centro comercial, por un fotógrafo ambulante y se difundió por Internet. Esto fue todo y quizá demasiado, pues hay que constar que la primera imagen se difundió entre las ilustraciones de un libro dedicado a Lévinas, siendo retirada en la segunda edición. El pensamiento de Blanchot nace de que así como la literatura niega la realidad que representa, el autor debe desaparecer también detrás de aquélla, se supone que de su obra, pero eso no es más que el principio, porque al final es la obra misma la que desaparece detrás de una escritura que deriva hacia lo exterior, hacia el "afuera", hacia lo "neutro", y en este sentido cobra en su alejamiento una gran ventaja sobre otros grandes escritores que también se han negado a dejar ver su rostro, como Michaux, Salinger o Thomas Pynchon, estableciendo un auténtico récord en estos tiempos de predominio de lo audiovisual -sobre todo de lo visual, una de nuestras corrupciones generalizadas- que ha predominado en su casi inexistente relación con los medios de comunicación, a los que apenas ha concedido entrevistas o declaraciones y donde sólo ha intervenido por escrito y casi siempre con brevedad.

Michel Foucault dijo de él que "era el Hegel de la literatura francesa"

Al principio no fue así, cuando Blanchot, procedente de una ilustre familia católica y monárquica, en los años treinta, triunfó como periodista, ensayista cultural, literario y político en los medios de la joven "revolución conservadora" de la derecha francesa de preguerra. Fue el estallido de la Segunda Guerra Mundial lo que le hizo derivar hacia posiciones más progresistas, sobre todo con el descubrimiento del holocausto -Lévinas, con quien siguió conservando una gran amistad, era un judío de origen lituano, a cuya familia protegió de la persecución "nazi"-, su participación en la Resistencia contra los alemanes, y su amistad con Georges Bataille primero, y con Marguerite Duras, Dionys Mascolo y Robert Antelme después, que le llevaron a militar en un importante radicalismo de izquierdas, que estalló en su autoría del Manifiesto de los 121 contra la guerra colonial de Francia en Argelia, y a su compromiso en favor de los jóvenes "revolucionarios" de "Mayo del 68" en Francia. Y menos mal que sus artículos de preguerra fueron publicados ya desde 1976 en dos volúmenes de la revista Gramma, lo que le evitó tener que responder a molestas acusaciones procedentes de medios posteriores de la neoderecha actual.

Durante la guerra empezó a publicar sus primeros libros estrictamente literarios, novelas (como Thomas el Oscuro en sus dos versiones de 1941 y 1950, Aminadab (1942) o El Altísimo (1948), así como una serie de relatos más breves también narrativos, La sentencia de muerte (1948), En el momento querido (1951), La espera, el olvido (1962) y El último hombre (1957) o impresionantes ensayos críticos que se enfrentaron al imperialismo formalista de entonces: Falsos pasos (1943), La parte del fuego (1949), El espacio literario (1955), El libro que vendrá (1959), El diálogo inconcluso (1969), La amistad (1971), El paso (no) más allá (1973) o La escritura del desastre (1980). Dos de sus relatos, La locura del día (1973) y sobre todo un breve folleto final El instante de mi muerte (1994) donde describe cómo se salvó de ser fusilado por los alemanes durante la guerra, desvelaron algunas circunstancias de su tan escondida vida. Durante los últimos años, tras sus relaciones con una antigua amiga de Bataille, con sus hermanos y su cuñada -y con Marguerite Antelme, la última esposa del autor del impresionante La especie humana, uno de los libros que más le influyeron, guardó silencio, dada su edad y mala salud de siempre, publicando textos breves sobre Paul Celan, Louis René des Forêts, René Char, Dionys Mascolo o Henri Michaux. Y de todas formas, sus análisis sobre Nietzsche, Kafka, Sade, Bataille, Hölderlin o Mallarmé han marcado para siempre la crítica literaria de su siglo. Más de veinte de sus treinta y cinco títulos han aparecido a ambos lados del Atlántico vertidos al español, donde goza de un gran prestigio entre una cualificada minoría de lectores y especialistas, como lo muestran las revistas que le han dedicado números monográficos, El Urogallo en 1992 y Anthropos y El Archipiélago a finales del 2001.

Leer a Blanchot es como dejarse abducir fascinado por un vértigo verbal -y "exterior"- donde el lector es subsumido en un agujero negro que se niega y rescata a la vez, ante un vértigo que conduce a la desaparición, a la fascinación ante la nada y la muerte, a la negación de todo, que es la única manera de afirmarse ante la negatividad del mundo actual, ante esa falsificación de la literatura que ahora nos anega. Es como una lítote permanente, donde nos afirmamos al negarnos, una "escritura negativa" como la punta de lanza de nuestra rebelión ante el lamentable estado de las cosas que nos rodean, empezando por esa nuestra falsa literatura que nos hace creer en su falsa existencia. Michel Foucault dijo de él que "era el Hegel de la literatura francesa" aunque quizá lo fuera al revés, pues negaba la misma creación que predicaba como si toda afirmación fuera su contrario. "Quien escribe ejerce una autoridad y toda autoridad se expía", le dijo a su amigo Georges Bataille, que de allí extrajo su Summa Ateológica. Blanchot expió hasta las heces su autoridad, negando la de una escritura que manejaba como una luz negra que ilumina para siempre esa misma realidad que nos engaña intentando hacernos creer que la vivimos. Por eso no creo todavía en su desaparición, que a través de la autonegación de sus palabras nos la niega a su vez y nos sigue enseñando la más profunda rebelión de la que todavía podemos seguir leyendo y viviendo, esto es existiendo.

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