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tribuna
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Caldo de cultivo

La ultraderecha se está aprovechando de la frustración de los jóvenes ante la falta de un esfuerzo decidido por la justicia social

Un estudiante ondea una bandera palestina frente al edificio de la Universidad de Columbia ocupado por manifestantes.
Un estudiante ondea una bandera palestina frente al edificio de la Universidad de Columbia ocupado por manifestantes.Mary Altaffer (AP)
Coradino Vega

Al igual que sucediera con las protestas sobre el cambio climático protagonizadas por jóvenes como Greta Thunberg, hay quien no ha tardado en desdeñar e incluso ridiculizar las acampadas universitarias que han pedido el fin del genocidio que está cometiendo en Gaza el Gobierno de Benjamín Netanyahu. Se ve que las más de 35.000 muertes ocasionadas hasta la fecha por el ejército israelí, de entre las cuales al menos 14.000 son niños, no merecen las revueltas de los “privilegiados” de Columbia, como se apresuró a llamarlos Ian Buruma. Sin llegar a alcanzar la magnitud de las protestas contra las guerras de Vietnam o de Irak, han tenido sin embargo un efecto más concreto que ninguno de los que produjeron las de mayo del 68, con las que también se las comparó muy pronto: precisamente por provenir de una élite intelectual que nutre en buena medida su bolsa de votantes, contribuyeron efímeramente a que Joe Biden se replanteara el envío sistemático de armas a Israel y marcase alguna distancia con Netanyahu.

Las consignas gritadas en la primavera sesentayochista de París tenían una volatilidad lírica y una imprecisión práctica que las desanclaban casi del todo de la realidad. Tampoco contaban con unas causas identificables de una manera tangible, pues las profirió un grupo selecto de jóvenes pertenecientes a una generación que había logrado unas cotas de bienestar no solo superior a las de sus padres, sino nunca vistas antes. Los alumnos de Cambridge o de las universidades que en Estados Unidos forman parte o gravitan alrededor de la Ivy League representan, en cambio, a un segmento de la población occidental que ha padecido una serie de crisis económicas y de oportunidades que, desde los efectos de la Gran Recesión hasta la pandemia, no solo han frenado sus expectativas con una contundencia sin precedentes, sino que les han nublado el futuro con una negrura apocalíptica.

Pensemos si no en el tímido eco que han tenido esas movilizaciones en las universidades públicas españolas, que no requieren un desembolso económico tan elevado por parte de los padres, pero en las que tampoco puede entrar todo el mundo. Según las recientes conclusiones que el Banco de España ha extraído de una encuesta muy completa sobre el poder financiero de las familias, los jóvenes son cada vez más pobres y tienen menos oportunidades para dejar de serlo. Así, mientras la riqueza neta de los españoles aumentó entre 2020 y 2022 en un 3,7%, la de los menores de 35 años cayó un 26%. Los bajos salarios y el aumento salvaje del coste de la vivienda lastran su capacidad de estabilizarse. En 2008, los hogares con un cabeza de familia menor de 35 años acumulaba un patrimonio, descontadas las deudas, de 100.000 euros; ahora es de 20.000. Y ese es el futuro que les espera a quienes acaban de incorporarse al mundo laboral o están estudiando todavía. A tenor de lo que revelaba la información publicada en este periódico por Antonio Maqueda, teniendo en cuenta los efectos correctores de la inflación, los únicos ingresos que cayeron entre 2019 y 2021 fueron los de los colectivos inferiores a 44 años.

La primera consecuencia es que más de la mitad de los nacidos en torno a 1988 continúa viviendo en casa de sus padres. Por otra parte, se aprecia también la diferencia salarial que sigue existiendo entre las familias con estudios universitarios y aquellas con una educación inferior al bachillerato. Y de este modo, como dice Milagros Pérez Oliva, ni se llega a fin de mes ni se puede sostener un Estado de bienestar. En buena medida, los nuevos jubilados tienen derecho a una prestación más alta debido a sus mejores carreras laborales, pero hay quien prefiere seguir alentando el rechazo de los inmigrantes que España necesita integrar en el mercado de trabajo, aunque solo sea para garantizar el pago de esas pensiones. Todo forma parte del mismo runrún, del mismo ruido.

De igual manera que las protestas contra la guerra de Gaza en los campus norteamericanos han perjudicado a Biden y favorecen indirectamente a Trump, la desigualdad intergeneracional que revela el estudio del Banco de España no solo sigue produciendo la fuga de talentos de nuestros universitarios, sino que de algún modo recrudece los problemas de salud mental de unos jóvenes que tuvieron que detener sus vidas por la pandemia y ahora descubren cómo se les está escatimando también el futuro. Y cuando lo que falta es un esfuerzo decidido por ese tipo de justicia social, el reconocimiento del problema y una agenda práctica que trate en la medida de lo posible paliarlo, una política que verdaderamente combata la desigualdad y ofrezca algo de esperanza a quienes lo tienen más difícil, el resultado es el desapego, el resentimiento y la frustración: los discursos del odio que necesitan un cabeza de turco, ya sea el feminismo o los inmigrantes ilegales. Es decir, el caldo de cultivo para el ascenso de la ultraderecha. Y de eso es de lo que van estas elecciones europeas.

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