¿Tú también vas a terapia?
Los términos de la salud mental se han abaratado hasta tal punto que cualquiera padece un trauma o una depresión. Queríamos visibilizar la salud mental y el resultado está siendo extraño
La periodista pregunta, “¿Cuál es tu persona favorita?”; la actriz responde, “hace un año te hubiera dicho dos o tres, pero ahora que voy a terapia te diré que mi persona favorita soy yo”. No digo el nombre de la artista porque en esta alarmante moda de presentar el egoísmo como el máximo logro de una terapia no hay día en que no nos topemos con un nuevo ejemplo. La duda es si es que todos van al mismo terapeuta o si se trata de una nueva corriente psicológica consistente en exacerbar el ego de quien, a buen seguro, ya lo tiene en cantidades ingentes. Da la impresión de que en esas misteriosas sesiones jamás se plantea esa disciplina saludable de mirar hacia fuera para descansar de nosotros mismos; lo que se impone es el ejercicio de doblar el tronco hacia delante hasta alcanzar con la vista ese asombroso catalejo que es el ombligo para bucear entonces por el profundo mar de nuestro propio yo, donde podemos encontrar traumas que hasta el momento no nos habían atormentado y un catálogo de reproches hacia quienes nos criaron o hacia los que no nos trataron con la consideración que nosotros, proyectos de genio, merecíamos.
Hasta el momento no se ha dado el caso de que una persona célebre confiese que tras un año de terapia ha llegado a la cruda conclusión de ser un gilipollas, un bobo preocupado tan solo por su bienestar, por sus sentimientos, experto en hacer la vida imposible al prójimo, incapaz de comparar su privilegio con la precariedad de otros y de considerar que lo que le pasa es solo un contratiempo y que la vida consiste en eso, en sortearlos. Pero los términos de la salud mental se han abaratado hasta tal punto que cualquiera padece un trauma o una depresión, cualquiera ha sido víctima en mayor o menor grado. No ha ocurrido tampoco que a la ya tópica cuestión sobre la terapia, alguien responda que si va y se somete a ella es porque ha de refrenar esos impulsos de chulería que le hicieron temible para los más débiles del patio del colegio.
Queríamos visibilizar la salud mental y el resultado está siendo extraño: solo tenemos noticias de aquellas personas que lidian con la exhibición pública, que disfrutando ya de una considerable atención se muestran vulnerables para ser perdonados por el éxito. Con muy buen criterio, Miguel Mihura se inventaba una enfermedad cada vez que se enfrentaba a un estreno. Hoy se habla sobre todo de la salud mental de personas que han de afrontar neurosis, estrés o inseguridad, como es lógico, pero que tienen la suerte de desahogar sus tormentos por medio de la creación, algo que no está al alcance de cualquiera. Tampoco está al alcance de todos los bolsillos pagarse un terapeuta, y ahí está la clave: fuera de la atención sanitaria privada quedan todos aquellos que han de colocarse en penosas listas de espera porque la saturada sanidad pública ha de priorizar entre los más graves y los que pueden resistir un poco más sin asistencia; quedan las que no pueden desprenderse del trauma lacerante; aquellos a los que la depresión no deja levantarse cada mañana; quedan personas que rumian su dolor por la calle porque no encuentran a quien las escuche y que aprecian el rechazo silencioso que provocan en la gente con la que se cruzan; quedan fuera de esa supuesta conversación sobre salud mental las que sufren soledades no deseadas; también las madres y padres que cuidan de un hijo esquizofrénico, ellos sí que saben del estigma del enfermo mental. Son personas a las que nadie entrevista, que no necesitan quererse más a sí mismas sino que la sociedad las ampare por ser su eslabón más débil. Está claro que no todo el mundo necesita terapia, aunque si puedes pagarla y te beneficia, bienvenida sea, pero ha de quedar claro que al hablar de las sesiones en público y de paso afirmar que has aprendido a quererte, no estás haciendo una labor social sino sobándole el lomo a tu insaciable yo.
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