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Columna
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La suplantación

Los lectores avezados ya distinguen la falsedad con claridad, pero incomoda que no se persiga un delito tan obvio. Y no se hace porque no se quiere

Scarlett Johansson, en una imagen del Festival de Venecia de 2019.
Scarlett Johansson, en una imagen del Festival de Venecia de 2019.Stefania D'Alessandro (WireImage,)
David Trueba

Vivimos un tiempo muy contradictorio porque las empresas tecnológicas han adquirido una destreza alucinante para lo que conviene a sus intereses particulares, pero, sin sonrojarse, muestran una desatención total por lo que no les resulta rentable. Basta saber que Alphabet, la matriz de Google, ha declarado unos ingresos superiores a los 22.000 millones de euros mientras reducía su plantilla en 10.000 personas, todo ello en el primer trimestre de este año cruel de 2024. Dominación es la palabra adecuada; llamarlo de otra forma es ser bobo. En ese mismo contexto de exaltación de ingresos, muchos lectores en formato digital se muestran irritados porque adosados a la información, artículos y búsquedas les aparecen anuncios falsos de inversiones donde se suplanta a famosos sin ningún recato. Incluso días atrás se manipuló el vídeo de un obispo para hacerle recomendar adquisiciones de Bolsa. Los anuncios falsos que ofrecen estúpidas fórmulas de éxito proliferan en los últimos años al amparo de unas ambiciones grotescas inoculadas en los jóvenes. En ellos utilizan la cara y el prestigio de personas conocidas para estas chifladuras.

Los lectores avezados ya distinguen la falsedad con claridad, pero incomoda que no se persiga un delito tan obvio. Y no se hace porque no se quiere, porque bastaría un mínimo esfuerzo de filtraje por parte de los dominadores de la red de búsquedas. Antes, en las paredes de las calles había un letrero que recordaba que el responsable de pegar carteles ilegales sería la empresa anunciadora. De igual modo, la actriz Scarlett Johansson denunció que, después de rechazar una oferta de Sam Altman, el capo de la inteligencia artificial, para prestar su voz en uno de los productos que lanza, se topó con una burda imitación de su maravilloso timbre rasgado. El directivo, después de chulearse petulante, pidió disculpas y retiró la patraña. Recordaba al caso, hace algunos años, de un humorista español que se negó a fichar por un programa nocturno de televisión y a la semana siguiente vio cómo su presencia era ocupada por un imitador. En el surreal juicio posterior no quedó claro si un concepto inasible y metafísico como el de “fistro duodenal” podía quedar amparado bajo la protección intelectual.

Lo que es preocupante es la dinámica del “si no te podemos tener a ti, tranquilo que te vamos a suplantar”. Es sabido que varios documentales de factura más o menos correcta han utilizado como narradores a voces fabricadas a partir de las inflexiones y tonalidades de tres o cuatro grandes locutores. Lo que empezó siendo una broma de escolares, ya fuera un recurso para la chuleta clásica en el tan rutilante siglo XXI como una chanza en la que nos hacía gracia escuchar la voz de Hitler recomendando laxantes, todo ha ido aproximándose con paso firme hacia un ejercicio de prepotencia tecnológica y explotación del trabajo ajeno. Y envuelto en esa actitud, tan mafiosa, de que todo parezca un accidente. Pues sí, todo es un accidente, desde los anuncios con personas suplantadas hasta la alimentación de los procesos imitativos con material bajo la protección del derecho de autor, pero es un accidente que deja cientos de millones en las mismas cuatro manos. Esas cuatro manos de los que algunos salvapatrias políticos se empeñan en llamar los empresarios más importantes de la humanidad son manos de trileros. Nuestro sueño sería lograr suplantar a esos gerifaltes sin escrúpulos por gente honesta. Nos queda un trecho.

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