Exequias antes de tiempo
El efímero órdago institucional del ‘procés’ puede haber sido derrotado en las urnas, pero el derecho a un referéndum ya es indiscutible
España ha experimentado dos grandes crisis constitucionales esta década, que además se entrecruzan. Una, la encarnizada confrontación entre los poderes del Estado, debida a los excesos de los sectores conservadores del poder judicial, y de las disfunciones del Estado de partidos, provocadas por la extrema polarización política. Otra, de orden territorial, motivada por las deficiencias del modelo de descentralización, que propició un intento fallido de reforma estatutaria en Cataluña, y que desembocó en un proceso soberanista que derivó, referéndum mediante, en una severa respuesta coercitiva. Una receta distinta a la prescrita estos días por Michael Ignatieff, para el cual estos conflictos tienen su origen en aspiraciones muy antiguas, identidades históricas que nos han acompañado mucho tiempo, y que exigen un tratamiento cívico y responsable, no penitencial, añado yo.
Así pues, de entrada, haríamos bien en no mezclar las cosas y distinguir por un lado entre la gobernabilidad de Cataluña, algo hoy por hoy difícil de prever, pues, pese a que Salvador Illa es el claro vencedor de los comicios, existen dos mayorías posibles (un pacto de izquierdas o un acuerdo PSC-Junts); y, por otro, examinar las consecuencias del descenso del independentismo, que, por otra parte, mantiene un significativo 43% de los votos, lo cual, a mi parecer, ha puesto fin al procés entendido como la etapa caracterizada por un efímero órdago institucional, pero en ningún caso como conflicto territorial de fondo. Tiempo habrá, además, para comprobar si la sostenida pérdida de votos de ese movimiento es el resultado de la impugnación de su actual estrategia de adentrarse en la senda del diálogo, o bien si se trata de una muestra de hartazgo ante algunos prolongados lideratos. Aunque me temo que no hay un único factor explicativo: a ERC, por ejemplo, le ha perjudicado tanto la institucionalidad y su afán conciliador a ojos de los que no hace mucho estaban inmersos en un proceso que iba a culminar con la independencia (muchos, ahora, votantes de Junts), así como algunos errores de gestión o de comunicación, mal encajados por un votante de orden, más preocupado por la cotidianidad (ahora votante del PSC).
En todo caso, opino que no hay lugar para el optimismo voluntarista exhibido por algunos que han oficiado una precipitada misa exequial, ya no por el procés, sino por el propio independentismo. Hay mucho de ingenuidad —ya me perdonarán— en la afirmación de que el “nacionalismo” catalán ha perdido la mayoría en las urnas por primera vez desde 1980, y que se trata del primer paso para una mengua todavía mayor cuando se produzca el repoblamiento del centro político por una nueva mayoría y se arrumben los muros de Jericó soberanistas ante la estridencia de las trompetas del 12-M. Ni el “nacionalismo” de los años 1980 y 1990 tiene nada que ver con el independentismo actual, interclasista, intergeneracional, ideológicamente plural, ni se comporta como la extinta CiU. Por otra parte, la anhelada conquista del centro se me antoja difícil en un contexto de extrema fragmentación y polarización política. Pasqual Maragall gobernó con un resultado similar y el conflicto, lejos de apaciguarse, no hizo más que aumentar. Por otra parte, la arena estatal y la catalana interactúan. Salvador Illa y Pedro Sánchez tienen escaso margen de maniobra sin el concurso de los independentistas.
Mutatis mutandis, así ha sido siempre. Desde su emergencia a finales del ochocientos, ya el catalanismo político se caracterizó por su vocación de regenerar un Estado que consideraba arcaizante y aislacionista, pero también por la aspiración, desde posiciones gradualistas, de mayores cuotas de autogobierno o determinados beneficios como el proteccionismo económico. Durante el siglo XX, excluidos los períodos autocráticos, la constante de los partidos catalanistas fue significativamente la misma, salvo efímeros pronunciamientos de soberanía durante el período republicano. Después de la dictadura, la voluntad modernizadora y de influir vigorosamente en la política y en la economía españolas persistió debido al potencial tratamiento asimétrico del constructo autonómico. Aunque pronto se vio que el quantum de singularización política, cultural y lingüística empezaba a diluirse, junto a una creciente administrativización de la autonomía, hasta desembocar en el Estatuto de 2006.
Fue el infeliz y lacerante desenlace de ese proceso estatutario —y de algunos intentos de recuperar alguna de sus piezas perdidas tras la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010— lo que llevó al catalanismo a la casilla de salida, en medio de un sentimiento colectivo de frustración, y a desplazar su eje central hacia el soberanismo a partir del momento en que el nacionalismo que hasta entonces controlaba los hilos de la queja sin traspasar líneas rojas, se decide a dar el paso. De donde surge un inédito movimiento de masas, intergeneracional, interclasista y plural, que en poco tiempo pasó de citarse en la calle a librar una batalla en campo abierto: el referéndum. Y, siendo cierto que en las actuales circunstancias, mientras la derecha se muestra tan hostil como vengativa, los socialistas españoles descartan tal consulta por considerarla «divisiva» y por la necesidad de cultivar una nueva etapa orientada a la consecución de una cogobernación federal. Pero el gran cambio ya se ha producido: la aceptación de que determinadas ideas políticas, como la independencia de Cataluña, y más aún, la realización de una consulta, constituyen un derecho y no un ilícito a perseguir a sangre y fuego.
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