Los perros del infierno
Las guerras y el viraje político mundial apuntan a tiempos oscuros donde para dominarte todo vale
Kafka tuvo algo de visionario cuyas creaciones transparentaban el trágico descenso de la humanidad hacia su degradación. Cuando observaba el ascenso de los nacionalismos y la intransigencia que contaminó su tiempo supo describir que andábamos acariciando a los perros del infierno que vendrían a devorarnos. Así sucedió, aunque él no llegara a presenciar las cotas de abyección que trajo el nazismo. Durante las últimas dos décadas hemos discutido bastante sobre la autonomía deshumanizada de las nuevas tecnologías. Para muchos jóvenes no existía razón para la alarma. Que los dispositivos dieran a conocer a las empresas de servicios datos abundantes de tu vida íntima, costumbres, gustos, relaciones y parámetros físicos y geográficos les parecía más una ventaja que una desventaja. Muchos de estos chicos no veían mal proveer de datos a los algoritmos, pues a cambio ofrecía recomendaciones de búsqueda con cierta precisión. Eran servicios comerciales sin ninguna pátina de crueldad.
Los crecidos durante la explosión de la hipercomunicación tenían la suerte de no conocer los estragos de la guerra y la dictadura. Ahora ya tienen a ambas aquí. Las guerras nos rodean y es posible que los jóvenes españoles no se identifiquen con los jóvenes rusos, ucranios o israelíes llamados a filas. Quizá prefieran quedarse con la estampa de las víctimas civiles de los territorios palestinos, madres, niños, ancianos, sin reconocerse en esos muchachos milicianos que sostienen el conflicto armado dirigidos desde cómodos hoteles en lujosas petromonarquías del Golfo Pérsico. Tampoco percibirán esa tiranía sin tiranos que avanza, entre otros lugares, en una Europa que tontea con los extremismos como si no prendieran fuego a todo tarde o temprano. Bien harían en ahondar en la experiencia de sus abuelos y bisabuelos, marcada para siempre por los estragos de la guerra y la dictadura. Sabrían que nadie es especial, nadie es ajeno al dolor cuando sacude cerca.
La entrega de los datos biométricos, del reconocimiento facial, de la ubicación permanente y el rosario de acciones que acometemos en cada jornada puede resultar apenas un trámite burocrático-tecnológico al que cedemos con cierta pereza. Tras cada compra y desplazamiento, tras cada deseo y su culminación inmediata regalamos un mapa personal de profunda relevancia. Hasta ahora nos habían convencido, para explotarlo en formas lúdicas de consumo, que todo esto era inocuo. Pero las guerras y el viraje político mundial apunta a tiempos oscuros donde para dominarte todo vale. Los que hace 35 años recordamos la heroica resistencia del pueblo chino a su régimen despiadado en la plaza Tiananmen sabemos que ahora la represión es anticipada, quirúrgica y silenciosa. Las mujeres en Irán ven su protesta ahogada por una mezcla de fanatismo arcaico y modernidad tecnológica. Las dictaduras y los agresores cuentan con información precisa mientras cientos de miles de incautos hacen cola para regalar los datos de su iris y somos escribanos virtuales de nuestra propia condena. Trabajamos como una especie de funcionario de nuestra propia prisión y lo hacemos de una forma impensada, en armonía con el mercado. Hasta el grito de libertad ha sido expropiado por los dominadores adinerados para escarnio de nuestra noble aspiración a un mundo mejor. Los jóvenes pueden fijarse en las matanzas diarias automatizadas por dianas preseleccionadas y preguntarse si no se están convirtiendo en seres atados de pies y manos frente a las decisiones, dignas o indignas, eso dependerá del azar y la fortuna, de la autoridad de control.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.