Los brutos
En los casos de Koldo y Rubiales, lo que resulta un agravio para mucha gente no es que se hayan podido apropiar de dinero sino que carezcan de modales


Quizá no es evidente, pero si nos paramos a mirar el tratamiento mediático dedicado a los últimos casos de corrupción llegados a nuestro circo, salta a la vista una distinción muy curiosa entre ellos. Ha habido varios; algunos tienen que ver con los negocios ultrajantes durante la crisis sanitaria y las tajadas que sacaron algunos con la compra de mascarillas. Otros se refieren a la sempiterna desviación de las arcas públicas hacia el bolsillo particular, una tentación que no se acaba nunca, entre otras cosas porque la única revolución pendiente sigue siendo la de la honestidad personal. Pero si nos paramos a observar el tratamiento dado a los protagonistas, hay dos que se han distanciado del resto por el tono y la adjetivación de los relatos. El caso Koldo nos trajo a primera línea a un colaborador de esos para todo venido desde las catacumbas de la sede local hasta las sombras del poder ministerial. Se ha dicho de él que era portero de burdel, lo cual completaba una estampa de aizkolari rústico, que vino de maravilla para acabar de dibujar un perfil regado de burlas y chanzas. De alguna manera nos confirmaba la permanencia del esperpento nacional.
Luego ha estado también el tratamiento a la personalidad brusca y algo atropellada del expresidente de la Federación de Fútbol, Luis Rubiales. En su caso, el hecho de proceder de las líneas defensivas del balompié le concedía también un aspecto de bravucón, fajado en los codazos del área. En ambos lo que resultaba un agravio no era que se hubieran apropiado de dinero, sino que carecieran de modales. Eso es al menos lo que se ha transmitido en muchas crónicas. Una especie de indignación porque a los españoles lo que les conviene es que les roben la gente con másters, los que saben llevar chaleco y pasador de corbata y conducen un coche caro de esos que te aparecen en el garaje sin saber cómo. Estos dos personajes han sido ridiculizados por sus maneras poco sofisticadas. Los otros incluso han contado con un tratamiento respetuoso, porque a los chicos bien no se les puede tratar con malas formas.
En algunos juicios recientes, el rancio abolengo de quien nos robaba ha servido para justificar el dinero en cuentas del extranjero con la manera habitual con que los ricos que roban justifican su latrocinio: en el origen, era todo herencia de papá. Pues sí, no tener un papá rico, como les ha pasado a Koldo y Rubiales, deja sin argumentos de defensa el engorde llamativo de tus cuentas corrientes. Si se confirma que son dos cuatreros, lo cual es probable —aunque habrá que concederles la presunción de inocencia hasta la condena final— su origen humilde no los hace peores que esos otros presuntos delincuentes de origen acomodado que no reciben de la prensa descalificativos por su físico, sus formas, su lenguaje, su planta. A los brutos se les afea ir a marisquerías, comprarse Porsches y llevar relojes caros. Como si la obscenidad del amor por el dinero y su exhibición no procediera de una enferma manera de narrar el éxito social de los privilegiados. No creo que a los españoles en general nos agraden unos corruptos más que otros. Tampoco nos duele menos que nos roben los que ya eran ricos antes, porque si fuera así sería necesario que nos sometiéramos a un cursillo de reciclaje, que alcanzara por cierto a fiscales, jueces y articulistas. Lo que es evidente es que en estos asuntos asistimos a un ejercicio de clasismo de libro.
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