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tribuna
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¿Quién manda en Euskadi?

El propio éxito electoral del nacionalismo vasco debería sembrar dudas sobre su fortaleza

El candidato de Bildu a lehendakari, Pello Otxandiano, en un acto electoral en Tolosa.
El candidato de Bildu a lehendakari, Pello Otxandiano, en un acto electoral en Tolosa.Javi Colmenero (EFE)
Víctor Lapuente

Lo que más llama la atención cuando vas al País Vasco, es que allí nadie manda. Sí, el lehendakari tiene poder, pero está sometido a la voluntad del partido, como ha comprobado Urkullu y todos sus predecesores en el cargo. Bueno, pues entonces el poder real lo tiene el presidente del PNV. Pero Ortúzar, además de no tener el brazo metido en la gestión del gobierno autonómico (con toda la influencia que eso conlleva), tampoco controla el partido con mano de hierro. Debe navegar el delicado equilibrio del ejecutivo del PNV, el Euzkadi Buru Batzar, que se reúne cada lunes en la sede central del partido en Bilbao, y que, integrado por catorce hombres y mujeres, toma las decisiones de forma asamblearia. A su vez, estas personas deben lealtad a los órganos territoriales del partido, los gobiernos locales y las diputaciones forales, que son las que recaudan todos los impuestos. Y luego están las comarcas y toda la estructura en forma de red que conecta administraciones, universidades, industria y cooperativas en multitud de nodos encargados de todo tipo de proyectos.

El poder está diluido en un intrincado sistema circulatorio de venas y capilares institucionales, pero si algo no experimentas en el País Vasco es sensación de caos. La capacidad de decisión es difusa, pero la responsabilidad individual está clara. Las piezas se mueven. Quizás no con la rapidez que quisieran algunos, y de ahí vienen los problemas del PNV para conectar con la gente joven.

Pero el resultado ha sido exitoso. Euskadi puntúa en lo más alto, de España y toda Europa, en percepción de calidad de gobierno y confianza institucional. La coalición PNV-PSE unió dos almas sociológicas vascas que, separadas por el dinero, el idioma y el Nervión, parecían irreconciliables. Y hay pocos parlamentos del mundo donde la oposición llegue a más acuerdos con la minoría. Si en esta campaña electoral se habla de sanidad y políticas públicas, y no de trifulcas partidistas, es gracias a este modelo.

A una sociedad así, lo único que no se me ocurriría jamás sería meterle un “desfibrilador político” como quiere Bildu. Porque la izquierda abertzale representa una concepción opuesta de la democracia. Desde fuera, tendemos a ver a PNV y Bildu como dos expresiones, una moderada y otra radical, de un mismo fenómeno: el nacionalismo. Y, sin duda, ambos partidos tienen un revestimiento nacionalista, pero es menos definitorio de lo que parece.

El propio éxito electoral del nacionalismo debería sembrar dudas sobre su fortaleza. Si todo el mundo es nacionalista (tal vez lo serán más del 75% de los diputados del parlamento vasco tras el 21-A), es que entonces nadie es realmente nacionalista. El nacionalismo no es hoy la grieta política fundamental.

El enfrentamiento entre PNV (junto a su coaligado PSE) y Bildu es entre dos filosofías políticas: la consensual y la confrontacional. Frente a un mismo problema, como el encaje de una comunidad pequeña en un Estado grande, hay dos respuestas: el pacto o la lucha. Estos días hemos recordado los ejemplos extremos de la cultura pactista de José Antonio Ardanza y el terrorismo etarra. Pero la diferencia va más allá de las propuestas de cada partido en cada momento histórico, sino que tiene que ver con la forma para alcanzarlas. Lo que separa al PNV y Bildu no es qué quieren, sino cómo lo quieren. El PNV busca el consenso, con una visión horizontal del poder, ya sea negociando con el ayuntamiento más diminuto o con Madrid. Bildu persigue la confrontación, con una perspectiva vertical, de imposición de la mayoría, ya sea en una diputación foral o en el Congreso.

El PNV no sólo respeta los pesos y contrapesos de la democracia, procedentes de la justicia, la política o la propia sociedad vasca, sino que crea sus propios controles internos. Su capital político descansa en el ejercicio autolimitado del poder. Por el contrario, Bildu quiere romper todas las cadenas que constriñen la soberanía popular, de los jueces a las empresas. En el fondo, ven al oponente político en términos antagónicos. Para el PNV, cualquiera es un potencial socio con el que transaccionar (incluso Aznar). Para Bildu, un rival al que derrotar – democráticamente. Ese es el progreso.

Bildu ha evolucionado. Le quedan pasos que dar: condenar con más contundencia el terrorismo, colaborar en el esclarecimiento de numerosos asesinatos de ETA, y arrepentirse públicamente por el apoyo moral a la violencia. Pero es innegable el avance y, para muchos vascos, sobre todo jóvenes, es una formación normalizada. Hay también un cambio en el perfil de sus votantes que, si hasta hace unos años, eran los propios de un partido antisistema – por ejemplo, estaban muy insatisfechos con la democracia – ahora presentan unas actitudes más cercanas a las de un partido convencional.

Pero persiste una diferencia filosófica. El PNV no sólo acepta, sino que persigue activamente limitar el poder político, mientras que Bildu busca un poder ilimitado, para transformar la sociedad de raíz. El problema de Bildu no es que vayan a traer el infierno, sino que piensen que pueden crear un paraíso.

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