Refutación del soberanismo
Las guerras de Ucrania y Gaza devuelven Europa a un nacionalismo que parecía superado por la globalización
Nuestra última Guerra Civil enfrentó a los así llamados “nacionales” con los así llamados “republicanos”, nomenclatura fraudulenta que también determinó el curso del conflicto. En España esta oposición recubría, en efecto, un potente espejismo histórico: el término “nacional” se asociaba a la nación, lo natural, lo nativo, mientras que el de “republicano” parecía apelar a una opción ideológica extranjera e incluso intrusa. En el contexto de la época era quizás imposible sacudirse este esquema, pero hoy convendría explicar que en 1936, tras el golpe de Estado de Franco, se enfrentaron más bien los “nacionalistas” y los “españoles”: nacionalistas de vocación imperial que ocuparon desde África, con el apoyo del nacionalismo marroquí, su propio país; y pluriespañoles no siempre lúcidos que aspiraban, entre otras cosas, a una constitución federal democrática.
Esta oposición nacional/republicano solo se entiende en España. En otros países de Europa es un jeroglífico. Pensemos, por ejemplo, en Francia, cuya decisiva Revolución se hizo invocando la patria y la nación, secuestradas durante siglos por monarquías absolutistas, así como en nombre de la ley, diluida en la arbitrariedad oscurantista del absolutismo. En 1789, sí, “patria” y “ley” eran eslóganes radicales que en España, como bien describe Galdós, se apropió la reacción tras una “batalla cultural” decidida, ya bajo Fernando VII, en contra del liberalismo. La patria quedó uncida a la religión; y la ley, a menudo sustituida por el “rey”, se convirtió en garrota para trajinar a los súbditos a un abrevadero seco. “Dios, patria y ley” sintetizó así la derrota del patriotismo de izquierdas, muy torpe, salvo excepciones, en la gestión económica y territorial de España; y consumó el dominio del nacionalismo totalitario en 1936, cuando los nacionalistas se convirtieron finalmente en “nacionales”. Ese nacionalismo, aún poderoso, solo se ha visto contenido a partir del ingreso de España en la UE, como bien saben los llamados “nacionalismos periféricos”. Esa es la elocuente paradoja en vísperas de las elecciones vascas, catalanas y europeas: frente a la ultraderecha (de Vox y parte del PP), que quiere recuperar la soberanía española para acabar sin ataduras con los “separatistas” (e inmigrantes), los partidos nacionalistas centrífugos entienden que la UE, si no favorable al independentismo, frena al menos el nacionalismo español y no es incompatible con un proyecto federal. El nacionalismo español, en fin, junto a ciertos sectores de la izquierda rojiparda, se inclina hacia el antieuropeísmo mientras que vascos, catalanes y gallegos perciben que, como vascos, catalanes y gallegos, están más protegidos en Europa que en España; y que su lucha contra España o por una España diferente sería imposible si sus seguidores quedaran a merced de los “nacionales” en una España “unida” y “soberanista”. En favor de la cesión de soberanía, mencionemos, pues, la frecuencia con la que nuestro país, plenamente soberano, ha perseguido a sus propios ciudadanos; o con la que —mejor dicho— el nacionalismo español ha truncado de raíz cualquier boceto de una España más rica, más democrática y más realista.
Pero, ¿tiene algún sentido el nacionalismo en un mundo global? Tiene, desde luego, una explicación. Globales solo son la OMC, los acuerdos de libre comercio, los formatos tecnológicos, que no han sido capaces ni de democratizar ni de pacificar el mundo. Como evidencian la invasión de Ucrania y el genocidio de Gaza, necesitamos imperiosamente esa “constitución de la Tierra” que propone el jurista italiano Luigi Ferrajoli como relevo de la fracasada ONU. Ucrania y Palestina son, en cualquier caso, dos tragedias que, en vísperas electorales, actualizan la cuestión de la nación y los nacionalismos y obligan a pensarla sin dogmatismos. Rusia, digamos, es una nación con vocación histórica de imperio; su nacionalismo es expansivo y violento; frente a él, Ucrania defiende una nación, formalmente muy joven, que lleva luchando dos siglos por su independencia; es la lucha contra el invasor la que la vuelve nacionalista. No es el nacionalismo ucranio, en definitiva, el que constituye un problema, sino el nacionalismo imperialista ruso.
La lección de Israel es aún más inquietante. Israel constituye desde su nacimiento un paradójico proyecto nacional-colonial que aspira no a compartir sino a conquistar Palestina y a reemplazar a su población autóctona por israelíes: es el único lugar del mundo, en efecto, en el que la tesis ultraderechista del Gran Reemplazo tiene alguna verosimilitud. Frente a esa agresión permanente del supremacismo israelí, y a despecho de la hipocresía del mundo árabe, los palestinos luchan por constituir una nación independiente sobre al menos una parte del territorio de la Palestina histórica: su nacionalismo sin nación, enteramente justificado, solo es un problema porque Europa y EE UU apoyan el nacionalismo colonial del sionismo israelí.
Rusia e Israel devuelven Europa al nacionalismo por dos vías diferentes. Los antieuropeístas (de ultraderecha o rojipardos) son prorrusos. Los europeístas son proisraelíes. Las cuestiones de Ucrania e Israel van a estar muy presentes —ya lo están— en la campaña de junio. En el caso de España, hay que recordar de nuevo la paradoja de que esa UE que frena el nacionalismo españolista se encuentra hoy en un atolladero sin precedentes a consecuencia de la invasión rusa de Ucrania: atolladero del que no se puede huir pronunciando muy alto la palabra paz ni denunciando sin más el gasto armamentístico. La única forma de ignorar esta cuestión, inseparable de la conciencia repentina de que, como europeos, nuestras fronteras están en Ucrania, sería salirse de la UE. El nacionalismo españolista de Vox puede apoyar esa medida y quizás también el rojipardismo soberanista. Una izquierda sensata (y no digamos nuestros democráticos “nacionalismos periféricos”) no debería razonar jamás de manera tal que alguien pudiera interpretar que para España la única manera de evitar la guerra es abandonar la UE. Hay que evitar esa guerra desde dentro de la UE, pues fuera de la UE, como hemos dicho, España es solo, o sobre todo, guerra.
Rusia alimenta los nacionalismos antieuropeístas de los miembros de la UE, a favor de Putin o contra la OTAN. Pero la lección de Israel es más terrible. Israel supone un retoño perverso del peor identitarismo genocida. Si todo está permitido, ya no podemos distinguir un crimen de lo que no lo es. Ya solo podemos distinguir entre “nuestros” crímenes y “sus” crímenes. Los nuestros son buenos; los suyos no. Si no hay finalmente Derechos Humanos, entonces volvemos al mundo reaccionario de Joseph de Maistre, previo a la revolución francesa: un mundo en el que solo tendríamos derechos en nuestra condición de españoles y alemanes y rusos e israelíes (y no tanto, claro, como catalanes o vascos o gallegos o ucranios o palestinos). Me gustaría hacer una pregunta: si hemos permitido a Israel asesinar a miles de niños, cientos de periodistas y cooperantes, destruir hospitales, mezquitas, iglesias y casas, desplazar y matar de hambre a un pueblo entero, ¿qué es lo que está prohibido hacer? ¿Qué será a partir de ahora un crimen? Nada. Somos libres, soberanos, caudillos de nuestros peores instintos. No tenemos ya autoridad moral ni jurídica para condenar nada. Ya no hay ni siquiera una ética global. Que cada uno reúna, pues, el mayor número de armas posible para defender a los suyos; matemos a todo el que quiera acercarse a “nosotros”; asesinemos a sus niños antes de que crezcan y vengan a destruirnos. Esos son el nacionalismo y el soberanismo que propone Israel como modelo universal: hacer libremente pedazos a cualquiera que se interponga en nuestro camino.
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