El precio de la victoria
Un Gobierno que hace lo que aseguró que no haría y que lo justifica con razones de altura, cuando a la vista está el motivo real, nos toma por tontos
El concepto de la victoria es uno de los más complejos en los estudios estratégicos. El fundador de la disciplina moderna, Carl von Clausewitz, llegó a hablar del punto culminante de la victoria como el momento a partir del cual es más conveniente negociar una paz ventajosa que continuar el conflicto. Otro pensador fundamental, Basil Liddell Hart, estudió el coste de la victoria, para llegar a la conclusión de que una victoria puede ser inútil si el coste supone una quiebra en la economía, la fuerza militar o la sociedad del vencedor. Bastantes siglos antes, el rey Pirro de Epiro había llegado a la misma conclusión cuando tras una costosa y sangrienta victoria frente a los romanos dijo aquello de que otra victoria así lo destruiría.
Las elecciones generales del pasado 23 de julio arrojaron un resultado infernal, en que alcanzar la victoria, o sea, poder formar Gobierno, quedaba en manos de alianzas con partidos con intereses a todas luces divergentes del bien común. Hasta dónde estarían dispuestos PP y PSOE a pactar con esas fuerzas determinaría la posibilidad de la victoria y su coste. Nos podemos ahorrar los contrafácticos: fue el PSOE el que logró convencer a suficientes diputados y así consiguió que su candidato fuera investido presidente. El coste, como es evidente, es el coste del último voto necesario; el coste, como es evidente, es la ley de amnistía y la nebulosa de acuerdos tácitos y desacuerdos acordados que la envuelve.
Los defensores de ese pacto alegan que la alternativa, un Gobierno liderado por el PP, era mucho peor, que el coste compensaba con creces. En cuanto a la amnistía en sí, no hace falta acudir a portavoces conservadores para encontrar argumentos en contra: aunque muchos ahora la defienden, casi ningún candidato socialista dejó de criticarla y considerarla imposible e inconveniente durante la campaña. Al hacer de la necesidad virtud tras las elecciones, todas esas objeciones desaparecieron como lágrimas en la lluvia. Desapareció también la Cataluña no nacionalista, primera víctima del procés y del posprocés, y se extinguió la esperanza de una reconciliación equitativa de la sociedad catalana. Y eso que no era difícil: un examen de conciencia general, una TV-3 un poco más ecuánime, una política lingüística con un poco de sentido común (más catalán en Barcelona, más castellano en Girona), unas instituciones catalanas que reconocieran la pluralidad interna que reclaman allende sus fronteras. La reconciliación que se plantea ahora compra el marco independentista y rechaza una realidad tozuda: el independentismo sigue sintiéndose superior moralmente y desprecia a los disidentes.
Pero el precio de esa victoria es otro, mayor y más perjudicial. Un Gobierno que hace lo que aseguró que no iba a hacer, y que además lo justifica con razones de altura, cuando a la vista están los verdaderos motivos (por otro lado legítimos), nos toma por tontos. Pero, sobre todo, devalúa el valor de las palabras y la confianza de los gobernados en los gobernantes. “Impediremos que gobierne la derecha”, afirma, “pero nunca te podrás fiar de nada de lo que digamos”. ¿Merece la pena pagar ese precio?
Tras conseguir la amnistía en versión reforzada, el partido de una vicepresidenta tumba los Presupuestos catalanes presentados por el partido con el que gobierna en Madrid y un socio parlamentario clave (en estos tiempos no te puedes fiar de nadie, está claro). El socio parlamentario convoca elecciones en Cataluña, lo cual hace saltar por los aires cualquier posible acuerdo presupuestario y reduce de rebote el coste para ERC y Junts de apoyar al Gobierno. Así que ahora vamos a unas nuevas elecciones catalanas, las sextas autonómicas y decimoctavas en total en 14 años (volem votar, decían, y eso lo han conseguido).
Vamos a contarnos de nuevo disciplinadamente a ver si esta vez la suma da distinto. Quizá sí dé distinto, y Salvador Illa vuelva a ganar las elecciones y esta vez tenga la victoria, la formación de Gobierno, a su alcance. Eso sería a ojos de muchos la prueba final de que se acabó el procés y que Cataluña ha pasado página. Pero en este ejercicio de política ficción parémonos a pensar en el coste de esa victoria. Para gobernar, Illa tendrá que contar con el apoyo al menos de ERC, ninguna otra coalición parece viable. Con los indultos y la amnistía en el bolsillo, la única concesión que compensaría a ERC poner en cuestión su independentismo sería la consulta. Es posible, incluso probable, que durante la campaña del PSC la consulta sea descartada como una locura inconstitucional, una rémora del pasado y dañina para la convivencia. Pero, ay, las palabras ya no valen, esa moneda ya ha sido gastada. No hay peor disolvente para la democracia representativa que la desconfianza en los políticos. En cualquier caso, pongamos que gana Illa, y que gobierna, y que se acuerda la consulta, y que se mantiene a raya a la derecha. Hay quien verá en eso una victoria. Y no reparará en que el precio a pagar es la extinción de un proyecto colectivo que una vez tuvo sentido.
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