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El desmoronamiento

La infraestructura que soporta las operaciones marítimas no es privada. Son infraestructuras críticas, mantenidas y operadas por autoridades públicas, locales o estatales, con dinero público

El carguero 'Dali' permanece incrustado en el puente de Baltimore, el pasado viernes.
El carguero 'Dali' permanece incrustado en el puente de Baltimore, el pasado viernes.Julia Nikhinson (REUTERS)
Marta Peirano

El 26 de marzo de 2024, un portacontenedores perdió propulsión saliendo del puerto de Baltimore y chocó contra el puente Francis Scott Key, provocando un colapso total de la estructura. El Dali mide 300 metros y, cargado, puede pesar más de 116.000 toneladas pero no es el más grande del mundo. Ni siquiera era el más grande que ha pasado por Baltimore, cuyo puerto procesa 45 buques diarios, incluyendo el Ever Max, que mide más que la torre Eiffel con antena incluida (365 metros de largo) y puede transportar hasta 15.432 contenedores.

El Ever Given, que bloqueó el Canal de Suez durante seis días de pandemia con 400 metros de largo, 59 de ancho y capacidad para 20.000 contenedores, tampoco es el más grande. Los buques portacontenedores ultragrandes de nueva generación pueden transportar hasta 24.346 unidades, apiladas en 25 alturas. Miden lo mismo y pesan más. El transporte mundial de contenedores se ha disparado en la última década. Se estima que, en los próximos 20 años, se cuadruplicará.

Parece inevitable. Los buques son clave para el comercio global, con su logística y cadenas de suministro que sostienen la economía planetaria. Es un futuro basado en tres valores: la privatización, el crecimiento y la optimización. Pero la infraestructura que soporta sus operaciones —como el canal de Panamá o el puente de Baltimore— no es privada. Son infraestructuras críticas, mantenidas y operadas por autoridades públicas, locales o estatales, con dinero público. Algo tiene que cambiar, o algo tiene que ceder.

Dali es propiedad de Grace Ocean Pte Ltd y estaba operado por Synergy Marine Group. Ambas empresas trabajan para Maersk. Como Boeing, Maersk lidera un mercado marcado por una fuerte competencia. La naviera danesa se hizo fuerte gracias a su habilidad para reducir costos y mejorar la eficiencia en un servicio a escala planetaria. El pasado noviembre anunció un plan para reducir su plantilla a menos de 100.000 empleados. Dice que los tiempos vienen mal.

El equipo de Maryland que recibió la alerta del buque y en pocos minutos había cortado el tráfico, cerrado el puente, alertado a los trabajadores y organizaba a la policía y bomberos para auxiliar a las víctimas y contener la situación no trabajaba para Maersk. Los trabajadores que tapaban agujeros en la noche no trabajaban para Maersk. Ha sido el Gobierno quien ha desbloqueado 60 millones de dólares de dinero público para financiar la limpieza y empezar la reconstrucción. A falta de verdadero análisis, proliferan las conspiraciones: han sido los inmigrantes, las feministas, los Obama, la tercera guerra mundial. Como dice Yeats, “las cosas se desmoronan, el centro no se sostiene. (…) Los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores / Están llenos de furiosa intensidad”.

La cultura de la optimización empieza a generar fallos sistémicos. Aviones que se estrellan, edificios que arden, petroleros que se derraman, barcos llenos de nitrato de amonio que explotan en un puerto comercial. Lo puntual es político: la cadena de fallos técnicos, descuidos administrativos, errores humanos y miserias de un sistema diseñado para acumular el valor y distribuir la responsabilidad. Como dijo Dana Meadows, podríamos pasar a la historia como “la primera sociedad que no se salvó a sí misma porque no era rentable”. Pero no es la única opción.

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