Una humanidad cuyas palabras no defrauden al ser humano
Ponerse del lado de Ucrania significa creer realmente que la especie humana tiene futuro. No solo como especie, sino como especie caracterizada por la humanidad
I. La Historia se ha convertido de nuevo en un horror. Siempre ha sido así, salvo en las ocho décadas de paz que vivió lo que ahora es la Unión Europea después de la Segunda Guerra Mundial. Pero incluso esa paz era relativa, ya que no deberíamos olvidar las atrocidades de la guerra de Yugoslavia. Siempre que tengamos la tentación de albergar una opinión demasiado elevada de la especie humana deberíamos atemperarla pensando que, a lo largo de toda nuestra historia, este periodo de ocho décadas es la época más larga de paz relativa que hemos logrado crear. Sin embargo, las obras de arte rupestre más antiguas dedicadas a la guerra se sitúan en torno a unos 10.000 años a. C.
12.000 años de guerras. 80 de paz. Por cada año de paz, 150 de guerra. Este sencillo recuento debería haber bastado para creer incondicionalmente en el “liberalismo del miedo” del que habla Judith Shklar, quien intentó enseñarnos a temer el derrumbe de las instituciones liberales y su sustitución por otras basadas en el horror. Shklar tenía razón: tendríamos que haber temido más a nuestra naturaleza destructiva. Sloterdijk también la tenía al señalar, en Ira y tiempo: ensayo psicopolítico, que, en contra de lo que en la actualidad suele pensarse, la guerra ha sido el estado natural de nuestra especie, en tanto que la paz era la excepción. Tal como señaló con amargura Amos Oz en diciembre de 2016, ya no nos aterroriza el legado de Hitler y Stalin, de ahí el impulso de poner de nuevo a prueba sus totalitarias y antidemocráticas ideologías.
La bárbara guerra lanzada por Rusia contra Ucrania es exactamente eso: un intento de refutar todo lo que las democracias liberales lograron construir después de la Segunda Guerra Mundial, y de retomar un orden antidemocrático en el que los Estados no los gobiernen los civiles que elegimos para protegernos de la guerra, sino militaristas que destruyen cualquier institución y a cualquier ser humano que se oponga a la ideología belicista. Desde un punto de vista freudiano, la bárbara guerra rusa constituye el retorno de nuestro reprimido ego militarista y antidemocrático: el responsable de 12.000 años de guerra ininterrumpida. Mientras que Vladímir Putin es la encarnación viviente de ese ego militarista, que Hitler y Stalin encarnaron en su época, Ucrania representa una metonimia de nuestro otro ego: el que, sirviéndose de las frágiles instituciones de la democracia liberal, ha logrado crear el más consistente y continuo periodo de paz y prosperidad conocido en la historia de la humanidad.
En tiempos bárbaros, quizá la única ventaja que tengamos es que los relatos se simplifican: sabemos exactamente dónde está la barbarie, igual que sabemos exactamente dónde se sitúa la humanidad. En la más reciente versión de este relato, ponerse del lado de Rusia significa estar junto a nuestro ego militarista, lo cual representa verdaderamente el pasado político dominante de nuestra especie; estar con Ucrania es confiar en que nuestro ego pacifista, favorable a la democracia y el ser humano, siga representando el futuro de nuestra especie.
Ponerse del lado de Ucrania significa creer realmente que la especie humana tiene futuro. No solo como especie, sino como especie caracterizada por la humanidad.
II. “El horror, el horror”. Pienso en las palabras de Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas cada vez que leo las noticias, es decir, todos los días. Y en aquellos en los que comencé a leer sobre los horrores de Bucha, recordé la espantosa historia de Miklós Radnóti. Como era de origen judío, el gran poeta húngaro fue asesinado en noviembre de 1944 y arrojado a una fosa común. Allí lo encontró en junio de 1946 su esposa Fanni Gyarmati, y al exhumarlo halló en uno de sus bolsillos una libreta con poemas: la mitad eran cartas de amor para ella, la otra mitad describía la vida cotidiana en ese infierno. El amor de Fanni ha conseguido que la literatura regrese de la tumba; ha logrado realmente que sea más fuerte que la muerte.
La literatura de Radnóti demostró que la barbarie nunca tendrá la última palabra. Si hay amor suficiente, nuestras palabras siempre regresarán de la tumba para dar fe de que nuestro ego prohumano es más fuerte que el antihumano. Y, por tanto, para dar significado a todos los intentos que hace el arte por dar fe de la existencia de ese ego. De que no solo somos la especie que crea fosas comunes, también la que crea belleza y amabilidad.
También pensé en la historia de Radnóti cuando me enteré del asesinato del escritor ucranio Volodímir Vakulenko a manos de tropas rusas entre marzo y mayo de 2022, en una aldea cercana a Izium. Vakulenko le dijo a su padre que llevaba un diario de esos días infernales, y que lo enterraría en el jardín si veía su vida en peligro. Después de su asesinato y de que la aldea fuera de nuevo tomada por las fuerzas ucranias, el padre del poeta y la escritora Victoria Amelina, ganadora del Premio Joseph Conrad y finalista del Premio de Literatura de la Unión Europea, cavaron en el jardín, encontraron el diario y lo publicaron. Es exactamente la misma historia: una literatura que sale de la tumba, sin permitir que la barbarie tenga la última palabra. La belleza da fe de que, si hay amor suficiente, nuestra especie aún tendrá una oportunidad.
Un año después, en julio de 2023, Victoria Amelina resultó muerta por la explosión de una bomba rusa mientras estaba en una pizzería de Kramatorsk junto a otros escritores y periodistas. Tenía 37 años. Una vez más, su extraordinaria obra demuestra que la barbarie nunca tendrá la última palabra.
En enero de 2024 también resultó muerto el poeta ucranio Maksim Krivtsov, dos días después de colgar en Facebook su último poema, en el que escribía precisamente sobre su propia muerte. Tenía 34 años. Sus extraordinarios poemas demuestran igualmente que nuestra humanidad tiene futuro.
III. En los primeros meses de 1940, menos de medio año después del inicio de la Segunda Guerra Mundial, cuando se asistía a otro enfrentamiento fundamental entre humanidad y barbarie, Walter Benjamin escribió: “No hay ningún documento de cultura que no lo sea, al tiempo, de barbarie” (Sobre el concepto de historia). Para mí, una de las conclusiones fundamentales que se derivan de la máxima de Benjamin atañe a nuestra función como artistas: quizá nuestra labor esencial sea no permitir que los documentos de barbarie nos definan, y convertirlos en documentos de cultura, de civilización. Dar fe de nuestra humanidad. Demostrar que, aun en el caso de que nos maten a nosotros y a los demás seres humanos, no se podrá destruir nuestra humanidad.
Es una labor difícil. Y, por demasiadas razones, también peligrosa. Pero hay ejemplos luminosos que indican cómo puede realizarse. Pienso, por ejemplo, en Benjamin Britten, que utilizó ocho de los extraordinarios poemas de Wilfred Owen sobre la guerra en su no menos extraordinario War Requiem (1962). Owen murió en combate a finales de la Primera Guerra Mundial, exactamente una semana antes del armisticio. Tenía 25 años, y, según Harold Bloom, fue uno de los más grandes poetas del siglo XX en lengua inglesa. Casi medio siglo después, Benjamin Britten utilizó el arte de Owen para sustentar el suyo, mientras componía su Réquiem para las víctimas de las dos guerras mundiales. La muerte de Owen, así como la de otras decenas de millones de personas, fueron documentos de barbarie; sus poemas, así como la música de Britten, son documentos de civilización, que demuestran que la barbarie nunca tendrá la última palabra. Que son Owen y Britten, no Hitler, Stalin o Putin, quienes definen nuestra humanidad. Aunque estos tres últimos puedan desatar guerras y asesinatos masivos que acaben con la vida de decenas de millones de seres humanos, no podrán destruir la humanidad que sabemos que puede y debe existir. Nuestro arte demuestra que lo que define la humanidad son las víctimas, no sus verdugos.
Otro ejemplo luminoso es el de Paul Celan. Este gran poeta, cuya existencia recorrió Ucrania, Rumania, Francia y Alemania, utilizó sus palabras para transformar un documento de barbarie (es decir, el asesinato de sus padres en el Holocausto rumano) en un documento de civilización. Según le dijo en una carta de noviembre de 1947 al crítico suizo Max Rychner, había decidido escribir en alemán (después de escribir unos 18 poemas en rumano) porque, aunque este fuera el idioma de los asesinos de su madre, también era el que él hablaba con ella. De manera que utilizó sus palabras para recrear un espacio verbal en el que la comunión con su madre aún fuera posible; en su sentido más literal, se trataba de poesía escrita contra la muerte. Y para dar testimonio de quienes habían sido asesinados por la exterminadora ideología nazi. Con motivo del discurso de aceptación del premio Bremen, Celan escribió directamente que, después de “discurrir por las miles de oscuridades de los discursos homicidas”, la lengua sobrevivía al asesinato de los seres humanos, y se enriquecía (angereichert) con su humanidad. Según Celan, la poesía da fe de la existencia de esos seres humanos asesinados; demuestra que, aunque murieran violentamente, nunca se les podrá destruir. En una ocasión un crítico señaló que todos los poemas de Celan tienen una relación intertextual inmediata con el Holocausto. Estoy de acuerdo, y añadiría que, siendo así, se niegan a otorgarle la última palabra al Holocausto. Sus poemas son lo que las víctimas declaran después de que “las miles de oscuridades de los discursos homicidas” hayan dejado hace tiempo de hacer efecto.
Aquí también puedo mencionar la extraordinaria antología de Carolyn Forché de 1993, Against Forgetting. Twentieth-century Poetry of Witness (Contra el olvido: poesía testimonial del siglo XX). Con la maravillosa capacidad de percepción y exigencia de la gran poeta que es, Forché reunió a unos 150 poetas del siglo XX que escribieron en tiempos de guerra, genocidio, totalitarismo, campos de exterminio, etc. Algunos han sobrevivido, otros no; sus poemas siempre dan fe de la pervivencia de la humanidad, aunque sea en las condiciones más inhumanas. “La poesía como testimonio”, así la califican tanto Celan como Forché; sobre todo testimonio de que nuestra humanidad es real, no una simple utopía.
También podría mencionar otra extraordinaria antología, Language for a New Century: Contemporary Poetry from the Middle East, Asia, and Beyond (Palabras para un nuevo siglo: poesía contemporánea de Oriente Próximo, Asia y otros lugares). Este libro, editado en 2008 por Tina Chang, Nathalie Handal y Ravi Shankar, con una introducción de la propia Forché, comprende poemas de unos 400 autores, que en algunos casos enviaron sus obras desde cárceles o zonas de guerra. La barbarie no puede destruirnos: eso es lo que dicen todas esas obras, cada una desde su lengua y su tradición. La existencia de la humanidad es patente, y su arte tiene en verdad la capacidad de transformar todos los documentos de barbarie en documentos de civilizaciones.
Este es el mundo que debemos construir con nuestras palabras: un mundo en el que no se utilicen para aludir a ideologías exterminadoras. Un mundo en el que, muy por el contrario, las palabras sean un testimonio frente a la barbarie. Un testimonio que afirma que a la gente se la puede asesinar, pero no destruir. Un testimonio al servicio de los demás seres humanos, no de las ideologías.
Porque ahora sabemos que, cuando las palabras defraudan, defrauda la historia. Y se convierte de nuevo en el horror.
Debemos construir una Europa y un mundo en el que las palabras no defrauden al ser humano. Otra vez no. De lo contrario, todo lo que la literatura o las artes han llegado a representar será simplemente una mentira.
La única humanidad que no es una civilización muerta es aquella cuyas palabras no defraudan al ser humano.
IV. En el mismo ensayo histórico escrito menos de medio año después del inicio de la Segunda Guerra Mundial, Walter Benjamin señala que el asombro que produce el hecho de que la barbarie aún sea posible en el siglo XX rema a favor del fascismo. Según escribe Benjamin, el objetivo es saber que la barbarie es siempre posible, por lo que debemos “promover un auténtico estado de emergencia” (las cursivas son del propio autor). Siempre debemos actuar (no sólo los artistas; también los seres humanos) como si la humanidad se encontrara verdaderamente en un estado de emergencia. Y hacer todo lo que esté a nuestro alcance, independientemente de lo limitado que este sea, para conservar la humanidad que nos queda.
Esta defensa por parte de Benjamin de un estado de emergencia permanente que favorezca al ser humano me asaltó cuando leí la defensa que hizo Amos Oz de la Orden de la cucharilla, cuya primera manifestación fue una propuesta incluida en 2004 en Contra el fanatismo. La orden se constituyó dos años después, el 17 de agosto de 2006, en Estocolmo. Cuando se lee este texto, se tiene la sensación de que contesta directamente a la idea de un estado de emergencia permanente planteada por Benjamin. Casi 70 años después de que Benjamin redactara su petición, Amos Oz le daba curso con la creación de la Orden de la cucharilla. Estoy seguro de que Camus tenía razón al decir que la verdad es todo lo que se continúa; mucha es la continuidad que se observa entre Benjamin y Oz. Aquí figura el documento de constitución de la Orden de la cucharilla:
“Creo que si una persona asiste a una gran calamidad, por ejemplo, una conflagración, un incendio, siempre se puede elegir entre tres opciones básicas:
1. Salir corriendo, lo más lejos y lo más rápido posible, y dejar que quien no pueda correr se queme.
2. Escribir una carta muy airada al director de tu periódico exigiendo que los responsables de la calamidad sean deshonrosamente destituidos. O, en realidad, también se puede convocar una manifestación.
3. Traer un cubo de agua y arrojarla al fuego, y si no hay cubo, traer un vaso, y, si no, una cucharilla, todo el mundo tiene alguna. Sí, ya sé que una cucharilla es pequeña y que el fuego es enorme, pero somos millones de personas y todas tenemos una cucharilla. Así que me gustaría constituir la Orden de la cucharilla. Quienes compartan mi actitud, no la de salir corriendo, ni la de escribir una carta, sino la de utilizar una cucharilla, me gustaría que fueran por ahí con una en la solapa de la chaqueta, para que supiéramos que pertenecemos al mismo movimiento, la misma hermandad, la misma orden, la orden de la cucharilla”.
He conocido a gente que, con pequeñas cucharillas en la solapa, nos muestra que pertenece a una comunidad humana que ninguna catástrofe histórica puede destrozar. Los valores humanos presentan una continuidad (y, por tanto, una verdad) que ninguna barbarie puede destruir. Y no hay ningún bárbaro incendio que nuestras diminutas cucharillas humanistas no puedan sofocar. El arte constituye una buena colección de cucharillas usadas como esas; ya son viejas, pero han cumplido bien su función, y seguirán cumpliéndola.
Ahora, en 2024, la idea de Amos Oz cumple exactamente 20 años, y en agosto la propia Orden llegará a los 18. Si resulta que usted no forma parte de ella, quizá sea una buena idea unirse ahora que está entrando en la edad adulta.
V. Antes de poner fin a este manifiesto en defensa de una humanidad cuyas palabras no defrauden al ser humano, permítanme decirles algunas sobre la furia desatada actualmente contra la cultura rusa, que se parece a la que azotó la alemana después de la Segunda Guerra Mundial.
El expediente “cultura rusa frente a barbarie rusa” reproduce el denominado “cultura alemana frente a barbarie alemana”, que en la década de 1950 dominó en Europa los debates sobre la función del arte. Hoy como ayer se plantea lo mismo: si la cultura no impide la barbarie, ¿de qué sirve? Si la música, la filosofía y la literatura alemanas, todas ellas superlativas, no pudieron conseguir que el pueblo alemán fuera lo suficientemente humano como para impedir el nazismo, ¿de qué servía cada una de esas manifestaciones? ¿De qué sirve una cultura que no nos hace más humanos? La rebelión que contenía esta pregunta es lo que en 1951 condujo a Adorno a una amarga conclusión: escribir poesía sobre Auschwitz constituye un acto de barbarie. Y esa misma rebelión indujo a George Steiner a afirmar, en un artículo publicado ya en 1960, titulado El milagro vacío: notas sobre la lengua alemana, que “la lengua alemana no era inocente de los horrores del nazismo”, y que Hitler encontró en ella la “histeria latente” que necesitaba para pergeñar su ideología exterminadora.
En la actualidad se observa una furia similar contra la cultura rusa. Del mismo modo que Adorno negaba el derecho moral a escribir poesía después de Auschwitz, para cualquier ucranio el derecho moral a la literatura rusa desaparece después de las masacres cometidas en Bucha y Mariupol. Del mismo modo que para Steiner la lengua alemana era cómplice de Hitler, ante los ojos de cualquier ucranio la literatura rusa se antoja cómplice de Putin. Y de hecho, diacrónicamente, es fácil detectar en toda la historia de la literatura rusa una profunda veta panrusa, antieuropea y antidemocrática. Desde Dostoievski, pasando por innumerables escritores de toda categoría hasta llegar a contemporáneos como Zajar Prilepin, es comprensible que esta veta antieuropea y antidemocrática se considere (en virtud de su continuidad, persistencia, amplitud e intensidad) la propia columna vertebral de toda la literatura rusa. Es algo que convierte en inmediatamente comprensible el rechazo visceral que sienten los ucranios hacia la literatura rusa; del mismo modo que, en su época, era inmediatamente comprensible el rechazo esencial a la cultura alemana después del nazismo.
Dado que tanto Adorno como Steiner eran influyentes figuras de autoridad, su opinión no tardó en generalizarse. Poco puede sorprender que a quienes más les doliera, quienes la consideraran injusta, fueran los propios poetas. A Paul Celan le dolió: en 1951, cuando Adorno publicó su declaración, ya había escrito una impresionante cantidad de poemas sobre el Holocausto (Todesfuge se escribió en 1945; su primera versión en rumano, Tangoul morții, es de 1947; el original alemán se publicó en 1948). Como ya se ha dicho, su poesía escrita en alemán establecía una comunidad verbal con su madre, y ahora el autor sentía que la prohibición moral que Adorno lanzaba sobre la poesía le privaba de la última posibilidad de reconectar con los seres queridos que el nazismo le había arrebatado brutalmente. A Czesław Miłosz también le dolió: había escrito algunos extraordinarios poemas sobre el Holocausto polaco, como Campo dei Fiori, redactado durante la Pascua de 1943.
Adorno tardó casi dos décadas en reconocer que no tenía toda la razón. En su último libro, Dialéctica negativa (1966), admitió que, después de leer a Celan, comprendió que la poesía es nuestro derecho inalienable a gritar cuando nos torturan. En consecuencia, escribirla para dar fe del sufrimiento de la víctima en la lengua de sus asesinos es derrotar a esos asesinos.
Sería injusto (y quizá incluso un acto de barbarie) no apreciar que la literatura rusa también participa de una tradición proeuropea, humanista y amante de la libertad. Aunque es probable que sea más endeble que la antidemocrática, no es en modo alguno desdeñable, ya que transita dos siglos y a algunos importantes autores: empezando por Chéjov y Turguénev, continuando con Ajmatova, Madelstam, Pasternak y Tsvetáieva, hasta llegar hoy a Liudmila Ulítskaya and Mijaíl Shishkin. Todos ellos se sintieron claramente parte de la cultura europea; algunos incluso se identificaron más como europeos que como rusos. Turguénev, por ejemplo, en su última diatriba con Dostoievski, cuando el autor de Los demonios lo acusó de traicionar a Rusia con su actitud filoeuropea, le respondió tajante: “Pero si no soy ruso, ¡soy alemán!” (la escena entera se reproduce en Los europeos de Orlando Figes). Chéjov es uno de los principales artistas humanistas del mundo. Madelstam y Ajmatova se encuentran entre los poetas más amantes de la libertad de todo el siglo XX; precisamente por eso fueron aplastados sin piedad por el régimen comunista. Esta es la cultura humanista rusa que Europa (Ucrania incluida, no hace falta decirlo) también querrá recuperar, puesto que en ella hay cantidades de verdad y belleza que no se encuentran en otros lugares, y porque es una cultura que alimentará decisivamente el corazón y la mente de nosotros los europeos.
Adorno tardó casi 20 años en comprender que debía moderar la inclemencia de su afirmación. Que existe un arte que sirve a la barbarie de los tiranos y la justifica, y que hay otro que otorga voz a las víctimas. La que precisan para gritar mientras las torturan. La que precisan para dar su testimonio. Es únicamente esta voz con la que realmente se expresa el arte. Y es precisamente esta voz la que demuestra que ninguna barbarie podrá destruir definitivamente al ser humano.
VI. Si Alemania volvió a ser uno de los principales corazones de Europa, fue porque admitió su trágico y bárbaro error y tuvo la voluntad política y social de desarrollar la conciencia de su culpa. Este fue y sigue siendo un programa educativo de un alcance nunca visto. Después de 1945, Alemania tuvo futuro por esta admisión moral de sus culpas pasadas.
Si Rusia quiere tener un pasado después de perder la guerra con Ucrania tendrá que pasar por un proceso moral similar, de admisión y arrepentimiento de su trágico y bárbaro error. Por desgracia para Rusia, no observo en ella ninguna voluntad política ni social que conduzca a esa reacción moral. Dicho sin rodeos, Rusia no tendrá futuro por su impotencia para afrontar las culpas de su pasado.
Por su parte, en Ucrania todos observamos y admiramos un extraordinario espíritu, nacido de la reacción moral frente a la barbarie. Las extraordinarias palabras del presidente Zelenski —”Necesito municiones, no dar un paseo”—, pronunciadas ante una muerte bastante probable, fueron el inicio de esta enorme reacción moral que sirvió de catalizador para un presente y un futuro imponentes para Ucrania.
Lo cual significa que la barbarie rusa no ha logrado destruir ese país. La barbarie rusa ha destruido sobre todo a Rusia.
Por su parte, los escritores ucranios han hecho exactamente lo que hacen los verdaderos artistas cuando la historia se convierte en horror: han dado voz a quienes la necesitaban para gritar frente a la barbarie. Han utilizado sus palabras para dar testimonio frente a la atrocidad. No han permitido que la barbarie tenga la última palabra.
De manera que Vakulenko, Amelina y Krivtsov, no Putin y sus bárbaros adláteres, serán quienes nos definan en cuanto especie humana.
Si queremos que nuestro arte, y nuestra humanidad, tengan futuro, debemos seguir su ejemplo, y escribir desde este permanente estado de emergencia para el ser humano. Sirviendo a la literatura como miembros de la Orden de la cucharilla. Y construyendo una humanidad cuyas palabras no vuelvan a defraudar al ser humano.
Si lo hacemos así, la literatura nos llegará aunque tenga que transitar entre fosas comunes. Ya lo ha hecho. Pero ojalá no tenga que volver a hacerlo.
Depende de nosotros. Y de nuestras cucharillas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.