Ni consensos ni matices ni metáforas
Cualquiera diría que pedir un alto el fuego en Gaza resulta una opción razonable de la que nadie discreparía. Pero discrepan, porque pedirlo te vuelve afín a los terroristas de Hamás
Se han escrito ya todos los símiles. Se ha dicho que bombardear a una población entera y asfixiarla porque en ella se esconden los objetivos militares supondría tanto como matar a quienes fueran secuestrados alguna vez, porque así se mata también a sus captores. Que sería tanto como volar una ciudad si se sabe que en ella habitan comandos terroristas. Se ha dicho que la mayor parte de las víctimas de los ataques son civiles y que buena parte de esos civiles son niños, a los que se ve muertos o heridos o tiritando del frío y del miedo en las imágenes que envían como pueden las personas que aún pueden. Eso se ha vuelto un reflejo automático, como el de ir a por ayuda: en Gaza ponen a grabar para que al menos alguien vea lo que cada vez se mira menos. Porque a los periodistas o los matan o les cierran el paso; igual que a los demás.
Se han descrito con detalle los efectos de las matanzas y de la asfixia a la que Israel ha decidido someter a la franja de Gaza, sin permitir que las familias salgan de allí, ni que les lleguen apenas alimentos ni ayuda ni medicinas, mandándolas al Sur para que acaben recibiendo allí las bombas que recibían en el Norte. Se ha advertido de que los 10.000 muertos que calcula Hamás que se han producido en un mes están por superar los 12.000 que provocaron los cuatro años del cerco de Sarajevo. Ha señalado la ONU que se están produciendo crímenes de guerra y que la población sólo puede esperar “que la maten o la echen a bombazos”. Aunque, a estas alturas, lo que digan las Naciones Unidas es tomado por un juicio de parte.
La ONU, que trabaja sobre la zona a duras penas porque a sus empleados también les matan como a los demás, es ignorada por el Gobierno de Israel, uno de cuyos ministros llegó a hablar de la bomba nuclear. No es la primera vez que se discute el arbitraje de la ONU y, de hecho, sucede en más sitios: que algunas voces se hacen fuertes porque se distinguen contra los consensos o las evidencias, resueltas a poner en el mismo nivel los hechos y las creencias. Todo es sospechoso y todo es ruido, de forma que lo más obvio está más escondido. Cualquiera diría que pedir un alto el fuego resulta una opción razonable de la que nadie discreparía. Pero discrepan, porque pedirlo te vuelve afín a los terroristas de Hamás y porque lo pide una parte y porque es de tibios y equidistantes. Ese mundo vivimos, sin matices: o eres un patriota o eres un equidistante.
Nos hemos quedado desprovistos de consensos y de metáforas, abocados a una realidad cruda e insoportable, carne de indiferencias. No hay ningún clamor por un alto el fuego que ensordezca ahora mismo los despachos del poder, por mucho que nos duelan las imágenes que, si son demasiado duras, los algoritmos apartarán de nuestras conciencias. Apenas llega el eco de la pausa por humanidad que reclama la ONU, a la que Netanyahu contestó con citas a la Biblia: hay un tiempo para la paz y un tiempo para la guerra, dijo. Dejó escrito no hace mucho Lluís Bassets: “Israel nació en 1948 de una resolución de la Asamblea General de Naciones Unidas, pero su Gobierno ya lo ha olvidado. En la memoria del siglo XX hay un momento trágico y premonitorio, cuando se extinguió la voz de la Sociedad de Naciones y solo se oyó a partir de entonces el retumbar de los cañones”. Tristemente, no era una metáfora. Porque ya no quedan.
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