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Columna
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Europa, Israel y la culpa

La responsabilidad nos proyecta hacia el futuro mientras que el lamento del vicecanciller alemán -quien decía que la fundación de Israel “fue una promesa de protección a los judíos, y Alemania está obligada a garantizar que se cumpla”- participa de ese lenguaje de la inculpación tan proclive al ensimismamiento y la actitud defensiva

Ilustración Máriam 5.11.23
DEL HAMBRE
Máriam Martínez-Bascuñán

La culpa puede convertirse en un mero gesto sentimental que ensombrece nuestra mirada sobre el futuro. Pensé en esta idea de Hannah Arendt al ver las declaraciones del vicecanciller alemán, Robert Habeck, en alusión a la barbarie cometida por Hamás, en las que decía que, tras el Holocausto, la fundación de Israel “fue una promesa de protección a los judíos, y Alemania está obligada a garantizar que se cumpla”. La responsabilidad especial con Israel, añadía, “surge de nuestra responsabilidad histórica”. Curiosamente, sus palabras sonaban más a culpa que a responsabilidad, algo de lo que Arendt sabía bastante. La responsabilidad nos proyecta hacia el futuro mientras que el lamento de Habeck participa de ese lenguaje de la inculpación tan proclive al ensimismamiento y la actitud defensiva, ese que nos impide pensar en términos políticos sobre lo que debemos cambiar para que la historia no se repita. La culpa tiene, en fin, un regusto religioso: busca purgar un castigo, la catarsis, y provoca más resentimiento que el hacernos cargo de una situación, pues acaba alumbrando esa moral esclava que permea la cultura occidental.

El problema de asumir las razones de Alemania o Europa y aceptar nuestra “relación especial” con Israel desde la idea de la culpa es que abandonamos el imperativo de la responsabilidad política con el presente y con el futuro. La forma en que normalizamos los crímenes de guerra, volviéndolos corrientes y asumibles (en definitiva, más “pensables”) es una expresión de aquella banalidad del mal que Arendt denunciaba en su célebre ensayo sobre Eichmann, donde, por cierto, criticaba que Israel utilizara el juicio para legitimar su autoridad moral y sus aspiraciones nacionales, denunciando lo problemático que resultaba que enjuiciara a Eichmann en nombre de su propia población. El exterminio nazi se extendió a grupos sociales que también incluían a gitanos, homosexuales o discapacitados, así que sus crímenes no atentaban solo contra ellos sino contra la humanidad entera. De ahí que establecer el tribunal en Israel fuese problemático desde la moral universal que habita en el pensamiento de Arendt, contraria a la forma en que Ben Gurión utilizó el juicio para “fortalecer la conciencia judía” en un Estado que debía “desarrollarse forzosamente en unas circunstancias de pluralidad política e histórica”. La valentía de Arendt incluyó la crítica al súbito interés alemán en enjuiciar en su propio territorio al llamado “comando Eichmann” apenas siete meses después de la llegada del jerarca nazi a Jerusalén.

Estos episodios de la memoria europea dificultan abandonar el fango de la culpa mientras banalizamos el mal al normalizar la vulneración del derecho humanitario internacional a manos de Israel. Asumir nuestra responsabilidad política no solo implica condenar y trabajar para frenar las matanzas, sino velar por el mantenimiento de la legitimidad de las instituciones internacionales que fueron pensadas para evitar que la historia se repitiera. Mientras Europa se flagela por los errores del pasado y pierde su menguante autoridad moral, ¿cómo mantendremos con vida a la ONU? ¿Cómo abordaremos su adaptación a los nuevos equilibrios globales? ¿Hay alguien preocupado por esto?

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