Vencer o morir
El proyecto de la modernidad es, desde su mismo inicio, el totalitarismo: sustituir todos los órdenes humanos por un poder único
La semana pasada, me invitaron al cine a ver Vencer o morir. Su mera existencia es un pequeño milagro, pues muestra la sombra de nuestras Luces, del momento fundacional de los países en Occidente y Oriente, de los partidos a izquierda y derecha, de los “modernos” nacidos tras 1789: la Revolución Francesa.
Sus guillotinas, supuestamente afiladas para el cogote de reyes tiranos y obispos corruptos, pronto se ocuparon en decapitar disidentes políticos, padres que protegían a sus hijos del reclutamiento forzoso, curillas de pueblo que no pusieron la Constitución sobre Dios y, sobre todo, campesinos que no consideraban buen negocio que la nueva élite mercader privatizase sus propiedades comunales, gremiales o parroquiales.
Muchos campesinos trabajaban aquellas tierras como si fuesen propietarios en regiones labradoras como la Vandea (Vendée en francés). Allí precisamente estalló una revolución contra la Revolución Francesa, que se había convertido en Terror. La película se limita a mostrar las motivaciones religiosas de los aldeanos, o su lealtad a la causa monárquico-aristocrática por el sentido de vecindad con una pequeña nobleza que vivía en sus mismos pueblos.
Pero los vandeanos eran también un ejemplo de lo que el historiador marxista Eric Hobsbawm define como “bandidos sociales” o “rebeldes primitivos”: campesinos desposeídos y jóvenes desertores que, en alianza con “nobles ladrones” (al estilo de Robin Hood) y con apoyo popular, se sublevan contra la emergente burguesía, en un precedente de la lucha de clases. Contra ellos desencadenaron los revolucionarios franceses un exterminio que la película apenas se atreve a mostrar: villas reducidas a cenizas, jóvenes pisoteados por caballos, mujeres violadas colgando desnudas de los árboles, ancianos arrojados al río, madres aplastadas por prensas de vino y bebés ensartados en bayonetas. Atrocidades que, en aquel entonces, el socialista Babeuf llamó “populicidio”, pero que hoy podríamos describir (con el antiguo militante comunista François Furet) como el primer genocidio moderno.
La historiografía oficial nos cuenta que el “genocidio industrial” es cosa de “totalitarismos” del siglo XX: desviaciones de la modernidad, anomalías tardías de fascistas y nazis, estalinistas y maoístas y demás enemigos de la Ilustración, el liberalismo, el individualismo, el racionalismo, blablablá. La realidad es bien distinta. El proyecto de la modernidad es, desde su mismo inicio, el totalitarismo: sustituir todos los órdenes humanos por un poder único. Es, desde su inicio, el genocidio: destruir toda idea de “genos”, es decir, de comunidad, de memoria, de vínculos fuertes y de cualquier legado que nos permita ser algo más que una tabula rasa para sus garabatos.
Un hilo conecta la modernidad entera, desde la guillotina francesa en nombre de los derechos humanos hasta el actual imperialismo yanqui en nombre de la democracia. Y frente a todo ello, una cadena vandeana conecta a los hambrientos de pan y de lirios, de una justicia social enterrada y una identidad pisoteada.
La película se proyecta en muy pocas salas y con malos horarios. Si se apresura a buscar por internet, quizá encuentre hoy o mañana un último pase en algún cine no muy lejano.
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