Partido nuevo en el fútbol
La dimisión de Rubiales no puede ser un punto final, sino el principio de una regeneración necesaria y urgente
La dimisión de Luis Rubiales como presidente de la Real Federación Española de Fútbol (RFEF), anunciada el domingo, pone fin a la farsa en la que estaba sumido el fútbol español 21 días después de que la selección femenina ganara la Copa del Mundo en Australia y él arruinara el triunfo con un comportamiento inaceptable en el que mostró ante millones de personas la versión más cruda del machismo en el deporte. El vergonzante discurso en el que contraatacó tras las críticas recibidas y se presentó como víctima es hoy todavía más ridículo que cuando lo pronunció. Ha sido necesaria la reprobación pública de las jugadoras, de los jugadores de la selección masculina, de entrenadores, de sus colaboradores cercanos, del Gobierno, de la FIFA, de la UEFA y de toda la prensa mundial, además de una denuncia en los tribunales por agresión sexual, para que se vaya. Es pertinente preguntarse en qué mundo creía que vivía, a qué estaba acostumbrado, cómo de protegido se sentía para tardar tres semanas en darse cuenta de que no existe ningún escenario en el que pudiera permanecer como presidente del fútbol español.
Lo que el expresidente de la federación considera una persecución personal es en realidad un clamor social contra una actitud que él se ha empeñado en representar de la manera más burda. La valentía de las futbolistas españolas y su rotundo “se acabó” ha puesto de acuerdo a toda una sociedad, habitualmente abonada a la polarización ideológica.
Por eso la etapa de nuevas elecciones que se abre ahora en la RFEF tiene que ir más allá de un relevo cosmético en la cúpula. Un cambio de caras no es suficiente. Rubiales era un problema, pero también un síntoma de cuestiones estructurales en la gestión del fútbol que se deben abordar a corto plazo. Durante cinco años ha estado envuelto en polémicas por supuestas fiestas sexuales, presunto cobro de comisiones por exportar competiciones de fútbol y acusaciones de desvío de fondos para actividades privadas. Nada de esto ha recibido el reproche interno. Tampoco social o institucional.
Hay que recordar que Rubiales sucedió en la presidencia a Ángel María Villar, que estuvo en el cargo 29 años hasta que fue detenido por la Guardia Civil, en 2017, acusado de presunta corrupción. Ambos estaban protegidos por una estructura que favorece la gestión personalista y sin controles de un negocio multimillonario. El presidente responde ante una asamblea elegida desde las federaciones territoriales, que a su vez viven del dinero que reparte la RFEF, lo que favorece redes clientelares de apoyo mutuo. La federación es una entidad privada, pero la gran repercusión social que tienen sus decisiones debería obligarla a una mayor transparencia. Los poderes públicos también tienen responsabilidad por mirar hacia otro lado durante años y no implicarse a fondo en la legislación y en la supervisión. El fútbol mueve enormes cantidades de dinero y ejerce una influencia social que no se corresponde con la débil fiscalización a la que está sometido.
Se trata además de una de las principales exportaciones españolas, que reverbera en el turismo y en la marca del país. Su predicamento se basa en las emociones y quizá por eso se le permite tener una idiosincrasia particular. Pero eso no lo sitúa por encima de valores ampliamente compartidos en la sociedad, como la igualdad de las mujeres y la exigencia de rendición de cuentas de empresas e instituciones. Los dueños del fútbol tienen la oportunidad de ponerse a la altura de la sociedad que los ha hecho ricos o, como Rubiales, atrincherarse en la oscuridad hasta que los cambios les pasen por encima.
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