La izquierda y el nacionalismo
Resulta paradójico que las fuerzas progresistas no aprovechen esta larguísima investidura para repensar España como una unión realmente federal en una Europa también federal
La próxima campaña a las elecciones europeas esboza un panorama político inquietante. El pragmatismo de Meloni, más deseado que real, crea el espejismo de que la entrada de los populismos esencialistas y soberanistas en gobiernos europeos quizá no sea tan problemática pues, al cabo, para evitar problemas con Bruselas, Meloni parece haber cambiado su lenguaje económico. Mientras nos consolamos con eso, otra ultraderechista, Marine Le Pen, espera agazapada su oportunidad para tomar el Elíseo, lo que plantea una urgente cuestión: ¿sobrevivirá la idea cívica de Europa, inseparable del espíritu de una unión federal, al vuelco de dos mujeres ultras al frente de dos países fundacionales de la UE? Ambas defienden una Europa blanca de naciones, y es inevitable recordar la contribución al sueño europeo de otras mujeres, como Ursula Hirschmann, berlinesa nacida en 1913, antifascista, feminista y socialdemócrata, y cofundadora del Movimiento Federalista Europeo.
Europa siempre aspiró a ser una unión federal, un instrumento de cohesión política capaz de librar al continente del yugo de los nacionalismos que nos llevaron a los horrores del siglo XX. Europa no es solo un mercado ni, desde luego, una unión intergubernamental que mistifique las soberanías nacionales, aunque los elementos étnicos y nacionalistas pretendan desplazar la idea de Europa como expresión cosmopolita de una unión federal. La batalla entre nacionalistas y federalistas que se libra en el corazón europeo choca, por cierto, con la reciente foto de otra mujer, la vicepresidenta Yolanda Díaz, con un nacionalista esencialista y populista como Puigdemont. Porque es paradójico que nuestras izquierdas no aprovechen esta larguísima investidura para repensar España como una unión realmente federal en una Europa también federal que deberían defender con fuerza en las próximas elecciones europeas. Al menos vislumbraríamos otra España posible, más allá del triste marco de la “plurinacionalidad”. Podemos aprender de la experiencia de Europa y su proyecto fundacional, pensado como un espacio de ciudadanía común gobernado por principios como la solidaridad interterritorial, la igualdad, el pacifismo, la interdependencia, el reconocimiento mutuo, la confianza y la lealtad. Más allá del diseño institucional, nuestra historia está repleta de hombres y mujeres que se esforzaron por crear una cultura política federal que contenía todos esos valores, y es ahí donde encajarían una España realmente social y un verdadero federalismo del bienestar, como lo llama el profesor Ramón Máiz, donde hablemos de sanidad, educación, vivienda o medio ambiente como políticas comunes que generen cohesión desde la autonomía frente a la actual desigualdad territorial.
Es preocupante que el debate sobre lo que queremos ser esté en manos de quienes proponen revisiones nacionalistas de España y la Constitución. Ocurre con las lenguas cooficiales, donde defienden un mosaico de territorios monolingües más que un verdadero plurilingüismo que salga de la envenenada secuencia lengua-nación-Estado. Desarrollar políticas que reconozcan nuestra realidad plurilingüe implicaría que un ciudadano de Cuenca sienta tan suya la lengua catalana como alguien de Cadaqués, y que este ame el castellano tanto como alguien de Badajoz. Pero para eso deberíamos abandonar de una vez la defensa de identidades irredentas y trabajar todos por la defensa de una identidad común.
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