Un viejo y un crío son como un Jano bifronte
Pensé que mi hijo necesita la narración para comprender el mundo y mi abuelo para explicarlo, pero no es así: a ambos les gustan las historias por ambas cosas
Una noche, antes de dormir, mi hijo de dos años me confesó algo. Estábamos ya con la luz apagada y me dijo: “Mamá, me gustan las historias”. Cuando le pregunté que cuáles me respondió “todas: la de Durruti, la de Los tres bandidos, la de Patatín y Patatón”. Mientras le acariciaba el pelo pensaba en lo curioso de su elección: para ejemplificar a qué se refería cuando me hablaba de historias había escogido un romancero —el de Durruti, que le canto a modo de nana desde que nació—, un relato escrito —Los tres bandidos, un cuento maravilloso publicado en España por Kalandraka— y uno de tradición oral —Patatín y Patatón, que se inventó mi padre cuando yo era cría—.
Para cuando empezó a cerrar los ojos yo ya estaba a otra cosa, acordándome de que esa misma mañana habíamos estado hablando por teléfono con mi abuelo y nos había dicho que andaba “revolviendo papeles”, lo cual significaba ojear facturas antiguas, mirar fotos, releer algún cuaderno o alguna carta. En el fondo no era tan distinto a mi hijo: él también nos estaba contando, aunque con otras palabras, que le gustan las historias. Desde que murió mi abuela, de hecho, le gustan aún más; nunca hasta que ella se fue me había contado tantas cosas, ni sobre sí mismo ni sobre ellos dos.
El niño ya estaba profundamente dormido cuando empecé a conjeturar con que mi hijo necesita la narración para comprender el mundo y mi abuelo para explicarlo, para después darme cuenta de que no es así: a ambos les gustan las historias por ambas cosas. Porque comprender es una forma de explicar, y viceversa. La única diferencia es a dónde dirige la mirada cada cual, porque un viejo y un crío son como un Jano bifronte: uno mira siempre hacia atrás y el otro hacia delante. Pero ambos están igualmente llenos de vida, ya sea en formato recuerdo o en formato porvenir.
Otra a la que le gustan las historias y de la que me acordé con mi niño dormido al lado es Fina, su bisabuela paterna. Una tarde se pasó el viaje entero de Espandariz a Lugo describiendo cómo era el paisaje cuando ella era cría, contándonos la historia de la Olivita, que era “un pouco retrasadiña” pero se encargaba de cuidar la casa del cura y lo hacía muy bien, y narrándonos las gestas de su abuelo, que era serrador.
Volviendo a aquel atardecer en el coche recordé también una frase de Cortázar que, con 15 años, cuando leí Rayuela, me pareció brillante pero ahora ya no tanto: “Después de los 40 años, la verdadera cara la tenemos en la nuca, mirando desesperadamente para atrás”. Porque no es desesperación lo que intuyo cuando mi abuelo me habla del día que conoció a mi abuela, sino alegría y orgullo. Del mismo modo que no es vértigo por desconocer, sino asombro por descubrir lo que hay en mi hijo cuando aprende algo nuevo.
Arropé al niño, me levanté de la cama, cerré la puerta a mi espalda y busqué una cita de El hombre en busca de sentido que recordaba vagamente. “La vida no es principalmente una búsqueda del placer, como creía Freud, ni una búsqueda de poder, como enseñó Alfred Adler, sino una búsqueda de sentido”, escribió Frankl. Por eso nos gustan las historias. Especialmente a los viejos y a los niños, que son los que tienen tiempo y sobre todo olfato para las cosas importantes.
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