Un plan Biden de infraestructuras humanas
España necesita salir de casi dos décadas pérdidas respecto a las economías del euro y entrar en un ciclo virtuoso positivo de mayor conocimiento, más productividad y menor desigualdad.
Durante la campaña electoral hubo, como es lógico, muchas propuestas para mejorar la distribución de la riqueza. Sin embargo, se ha hablado mucho menos de cómo mejorar la generación de riqueza. Desgraciadamente, en lo que se refiere al crecimiento económico y a la productividad, los datos de la economía española no son nada halagüeños.
En el año 2005 los que firmamos este texto estábamos estudiando la licenciatura. Desde entonces, han pasado casi dos décadas y la renta per cápita en términos reales —el mejor predictor que tenemos de la riqueza de un país— es prácticamente la misma: unos 24.600 euros. En el mismo periodo tampoco hemos convergido con nuestros socios europeos. Al contrario, mientras en 2005 la renta per cápita en España era solamente un 9% inferior al promedio de las economías del euro, ahora es un 17% más baja. Vamos camino de dos décadas perdidas.
La baja productividad de la economía española tiene varias causas: sectores de bajo valor añadido, pocas empresas grandes, alta incidencia de la temporalidad, baja inversión pública en innovación o un contexto regulatorio e institucional mejorable. Sin embargo, en la mayor parte de nuestros problemas subyace una causa común: el bajo nivel educativo, formativo y de conocimiento.
Los datos hablan por sí mismos. En 2020, aunque hemos alcanzado a la UE en estudios superiores, tan solo un 23% de la población adulta tiene estudios medios, frente a un 46% en la UE, y, en cambio, un 37% llega como mucho a estudios básicos, frente a solo un 17% en la UE. En la escuela, somos muy duros con los de abajo —la repetición de curso está fuertemente asociada al nivel de renta— y no damos suficientes oportunidades a los buenos alumnos. Las recientes pruebas de lectura de niños de 10 años (PIRLS) muestran un nuevo retroceso. En términos de investigación científica somos un país de segunda: nuestra primera universidad está la 149 del mundo, y tenemos a 20 países por delante en producción de patentes. Alrededor de un 43% de la población española no tiene habilidades digitales fundamentales. Y tampoco somos capaces de ayudar y formar bien a nuestros parados: según la Airef, gastamos 6.500 millones de euros al año que no sirven para reemplear a los trabajadores.
En esta última legislatura se han aprobado algunas reformas relevantes en el ámbito del capital humano. Sin embargo, ninguna de ellas va a producir un avance significativo hacia más aprendizaje y conocimiento.
Empecemos por la escuela. Algunos de los sistemas escolares que obtienen mejores resultados de aprendizaje, como Canadá, Finlandia, Japón o Corea del Sur, otorgan una importancia enorme a las políticas de selección, remuneración, formación y evaluación docente. En España, en las últimas tres décadas, apenas hemos avanzado con las políticas de profesorado. La nueva Lomloe ha traído mejoras tímidas en algunos ámbitos. Pero en lo que respecta a los docentes, ha pasado de puntillas. Tampoco ha habido avances en la lucha contra las desigualdades educativas, la fuente principal de desperdicio de talento. Mientras países como Holanda, Reino Unido o Estados Unidos han invertido masivamente en refuerzo educativo para combatir la perdida de aprendizaje en entornos vulnerables causada por la pandemia, en España la inversión no ha llegado a una décima parte.
En el ámbito universitario la nueva ley tampoco ha abordado los retos de fondo del sistema. La escasa financiación pública de las universidades y la investigación, los inadecuados mecanismos de selección de talento y el deficiente diseño de incentivos en la carrera investigadora y docente han ido en los últimos años lastrando un sistema que, lejos de atraer y retener a los mejores investigadores, los expulsa. La nueva reforma se ha centrado en un aspecto importante: reducir la precariedad en el sistema a través de convertir a personal temporal y eventual en permanente (si bien muchas de estas conversiones serán de profesores asociados sin perfil investigador). Pero las medidas para mejorar la excelencia o reducir la endogamia han sido prácticamente inexistentes.
En el ámbito de las políticas activas de empleo, los cambios han sido muy tímidos. Algunos retos que quedan por abordar son la mejora de la intermediación entre trabajadores y empresas o la ausencia de un perfilado estadístico de parados para mejorar la eficiencia del SEPE (el Servicio Público de Empleo Estatal). Además, persiste una débil comunicación entre las políticas activas de empleo y las políticas sociales, que deberían actuar de forma más complementaria.
Más allá de las reformas estructurales, otro camino para el impulso de la economía del conocimiento y la productividad es acertar en la política de las inversiones. Desde EsadeEcPol hemos desarrollado un algoritmo que nos permite identificar en qué se está invirtiendo el dinero de los fondos NextGenEU. Lo cierto es que la inmensa mayoría se está dedicando a infraestructuras físicas y muy poco a “infraestructuras humanas”. A finales de 2022, cerca de nueve de cada diez euros se habían asignado a infraestructuras, construcción o rehabilitación de edificios (y de esa cantidad más de la mitad había ido a Adif, la empresa pública responsable de la infraestructura ferroviaria).
La próxima legislatura debe ser la de las infraestructuras humanas y del conocimiento. La investigación sobre la ciencia del aprendizaje muestra que los seres humanos aprendemos y configuramos nuestro cerebro y capacidades sobre todo por imitación a nuestros pares. La clave, por tanto, es que alumnos, profesores, investigadores, trabajadores y empresas aprendamos más los unos de los otros, y especialmente, podamos aprender de cómo lo hacen los mejores.
En España, sin embargo, la falta de transparencia y exposición a pares en multitud de ámbitos y procesos y los escasos mecanismos para premiar y diferenciar el talento o la excelencia se unen a una frustrante falta de valentía política para confrontarse a grupos de interés y a una tendencia a obviar la enorme importancia que siguen teniendo las conexiones y el origen familiar en el éxito escolar y vital.
Hay un enorme talento potencial que debe florecer si se ponen en marcha buenas políticas: desde la niña de barrio expulsada por un sistema educativo mal diseñado, pasando por el profesor de secundaria que cambia la vida de sus alumnos (pero no tiene mecanismos para cambiar su escuela) o el investigador brillante que tiene que salir de España para que se valore su contribución.
España necesita un “plan Biden” —rescatando la ambición transformadora del presidente americano— que nos permita salir del mal equilibrio en el que nos encontramos y entrar en un ciclo virtuoso positivo de mayor conocimiento, más productividad y menor desigualdad.
Ese plan podría empezar con tres medidas concretas. Primero, una inversión de 1.500 millones al año de tutorías individualizadas en pequeños grupos para alumnado vulnerable que han demostrado ser la política más efectiva para reducir las desigualdades educativas. Segundo, una reforma de verdad de la carrera profesional docente, con políticas de selección, formación y evaluación, para convertirla en una carrera de prestigio, bien remunerada, que sirva al interés de los alumnos y donde los mejores docentes puedan liderar el cambio educativo. Tercero, una apuesta sin tapujos por la investigación de excelencia, en la línea de la propuesta de Andreu Mas-Colell y Mila Candela en EsadeEcPol, con un plan para atraer y recuperar a 2.000 investigadores de excelencia con fondos europeos en un programa similar al Ramón y Cajal. Unos pocos investigadores excelentes pueden cambiar las dinámicas en un departamento. Varios miles pueden cambiar el rumbo de un país.
Los países están jugando muy fuerte para ser más competitivos. La pregunta que cabe hacerse es: cuando pasen otras dos décadas y nuestros hijos estén acabando de formarse, ¿seguiremos todavía atrapados en el año 2005?
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