El derecho a soñar (estudiando)
Es absurdo construir el sistema educativo sobre las emociones. Urge un regreso a la racionalidad y es imperiosa la necesidad de objetivar la progresión de los alumnos y del trabajo docente, lo cual incluye normalizar la frustración
Debemos nuestra sociedad moderna a la razón ilustrada y vamos camino de enterrarla a base de sortilegios pedagógicos y de rótulos funambulistas. Cada vez con menos sutileza, las clases políticas se han encargado de desterrar del mapa la competencia (legítima) de las aulas de enseñanza secundaria y lo que fue un sistema educativo que garantizaba que se midiesen los buenos con los buenos, independientemente de su estatus social, se parece cada vez más a un circo políticamente correcto en el que los profesores, lejos de actuar como tales —humildes docentes especializados en una materia—, navegamos sin brújula entre la realidad del aula y las grandilocuentes cargas burocráticas que nos exige la Administración: siempre en el limbo entre el hacer (explicar, corregir, una palmadita en la espalda, una palabra de aliento a la hora del recreo, un tiempo extraordinario para mediar en un conflicto...) y el decir, dejar constancia escrita de algún modo de todo lo que hacemos (o tratamos de hacer).
Pero lo más grave no es esto, lo más grave es que no está (del todo) contada —todavía— la presión que existe para que maquillemos el fracaso escolar en nuestro país y que nos hayamos convertido en un coach del entretenimiento debido a que nuestro público parece destinado prácticamente a ser nadie y a estar emocionalmente preparado para obedecer y transigir. De la mano de la arrogancia pedagógica y de las nuevas leyes de educación, lo que fue un verdadero ascensor social se ha convertido en una suerte de instrucción determinista que implica la anulación de las aspiraciones individuales y cualquier asomo de excelencia intelectual allá donde no está previsto que deba florecer.
El actual modelo necesita mecanismos que reequilibren la enseñanza en el aula para que atienda a la vez a quienes necesiten una ayuda extra pero también a aquellos que simplemente están en un proceso educativo con errores, retrocesos, dudas e inquietudes que no encajan en patrones cerrados. Las panaceas vendidas en los últimos años pueden funcionar, sin duda, como la enseñanza de inmersión tecnológica, el aprendizaje bilingüe, el aprendizaje por competencias, el aprendizaje por proyectos, etcétera, mientras no resulten obtusas o mera palabrería. Pero lo inquietante es que la más efectiva ha sido la del “tú no puedes: sin adaptación curricular no vas a promocionar” o, sencillamente, la del “sigue portándote bien y sacarás sobresaliente”. El sistema está concebido para cortarles las alas a los niños y negarles el derecho a soñar, destinarles a las cosas terrenales sin haberles brindado oportunidad alguna de medirse con su propio potencial de aprendizaje. Ahora, los proyectos pedagógicos de los centros de educación secundaria se diseñan según las necesidades educativas de su alumnado. ¿Hay algo más clasista y arrogante que esta petulante disección? ¿Quién necesita qué y quién lo decide? ¿En qué barrios? Levantar la bandera de las especificidades pedagógicas y de la reivindicación sistemática de los rasgos diferenciales de un colectivo de alumnos se ha convertido en un motor para la segregación. Significa cambiar conocimiento por desarrollo emocional y, de un plumazo, borrar del futuro un número incalculable de médicos vocacionales, de ingenieros capaces, de eficientes celadores y de quién sabe cuántas vidas profesionales prometedoras que quedan atrapadas en los pliegues de lo que hubiese sido y ya no será. Al desvirtuar el pensamiento abstracto y el valor de la generalización (por definición simplificadora), y en nombre de premisas que le rinden culto al desarrollo emocional, se desvanece cualquier oportunidad de progreso. Las emociones no son discutibles y todas ellas son igualmente respetables; lo único discutible es el pensamiento. Es absurdo construir el sistema educativo sobre las emociones, puesto que son frágiles y cambiantes en esencia. Urge un regreso a la racionalidad y es imperiosa la necesidad de objetivar la progresión de los alumnos y del trabajo docente con tal de respetar las expectativas, los derechos y el bienestar de nuestros jóvenes al mismo tiempo. Y eso incluye el valor incalculable del error, y normalizar la misma frustración con la que tendremos que convivir hasta el fin de nuestros días.
Desde los tiempos de Marchesi, la preocupación de políticos y pedagogos ha ido orbitando alrededor del asunto de la atención a la diversidad. Sin embargo, en lugar de considerar que, en democracia, la escuela ha de ser fundamentalmente una oportunidad (y dos, y tres…) que los maestros ofrecen a sus alumnos de escoger con criterio, desde su legítima atalaya de la libertad de cátedra (que es donde germina la diversidad real en la que, al fin y al cabo, se miran con naturalidad los adolescentes), se ha urdido un plan de desnaturalización de la enseñanza en nombre de la falacia de la inclusión, que equivale a decir exclusión pura y dura. Los alumnos con necesidades educativas especiales merecen una educación pública y de calidad (que no significa dejarlos abandonados en un aula con treinta adolescentes más) y, por otro, porque todos somos particulares y diversos. Por añadidura, los centros educativos han tenido que adaptarse al desafío de vender su producto: una enseñanza al mismo tiempo exclusiva e inclusiva y, además, gratuita. Con ello, lo que se ha abierto es la veda a una competencia feroz entre centros pese a que lo único que pueden vender es humo, y eso a costa de horas y horas extra de docentes metidos a publicistas. Además, existe un incentivo mercantil para algunos de los tiburones que diseñan proyectos de dirección: nunca se habrá de dar cuenta de los resultados. Así es fácil arriesgar. En relación a la abrumadora privatización del sistema, el profesor Andreu Navarra denuncia la ausencia de democracia interna en Prohibido aprender: “En esto consiste el timo: en hacer pasar por democrática una cultura vertical, basada en la imposición y la ausencia de debate. Sin democracia interna en los centros, sin posibilidad de testar y rendir cuentas de las disposiciones oficiales, actuando de modo dogmático e irresponsable y ocultando lo que funciona mal”.
La Lomloe, la ley con que culmina este largo proceso de desactivación de la inquietud intelectual, centra la política educativa en el diseño de situaciones de aprendizaje: esa es la nueva onda. Se trata de ubicar siempre y constantemente a los alumnos en la realidad, definida y diseccionada debidamente por el docente, que diseña para la clase emulaciones del mundo real con tal de contextualizar los aprendizajes. Resulta que a los pobres alumnos, muy a menudo procedentes de clases desfavorecidas, no se les presupone preparados para ejercitar el pensamiento abstracto ni para comprender lo que está más allá de sus propias narices. Por eso tienen que ver la utilidad de lo que se explica en clase, para motivarse (así como las mujeres alguien decidió hace muchos años que teníamos que aprender a planchar en el colegio porque era útil). En esa misma línea, quizá sería más práctico olvidarnos de la educación y colocar a los niños 24 horas al día en el taller de sus progenitores cargando cemento y mandando recados. El sistema educativo actual apunta directamente hacia su propia destrucción. ¿Para qué necesitamos a los docentes si el ideal hacia el que caminamos es el de ver la aplicación práctica de cada una de las gotas de sudor de nuestros padres? Que teoricen los que están destinados a ello, y que la mayoría se resigne a dedicarse a lo que les viene predestinado por naturaleza (social). Este es el camino para que el mundo siga siendo nuestro.
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