Mauricio en La Habana
Vicent pertenecía a aquella vieja estirpe del periodista en exilio que había llegado a confundirse tanto con el objeto de su estudio, que se le podía considerar parte del paisaje
Siempre pensé que Mauricio Vicent era un personaje escapado de alguna novela de Graham Greene. Pertenecía a aquella vieja estirpe del periodista en exilio que había llegado a confundirse tanto con el objeto de su estudio, que se le podía considerar parte del paisaje. Y el paisaje al que Mauricio se incorporó, y se eterniza ya con su inesperada muerte, es nada más y nada menos que el de La Habana, una de las ciudades más atrayentes y quebradas del mundo. El viejo periodismo entendía las corresponsalías como una ambigua integración que emprendía el análisis de una realidad desde el cuajo emocional y humano del lugar. En La Habana, que Mauricio conoció como a su tabla conoce un náufrago, decidió establecer su oficina flotante, donde la información procedía de las barras, los taxis, un vecino, la patrona, los chicos de la calle, el intelectual absorto y hasta el músico comprometido o el timbalero de cabaret.
Mauricio se convirtió en el cicerone con el que atravesabas las contradicciones de una isla que representa como ningún lugar el ideal y su contrafigura, que no es la pesadilla solo, sino peor aún, el fracaso. Por desgracia, el fracaso del mundo es tan notable en ese entorno caribeño, que el cubano para muchos aún tiene justificación. La confluencia del realismo mágico con el realismo trágico le ofertó a Mauricio una ventana por la que nos enseñó música y comedia, afanes y frustraciones. Tenía la sudada gracia del mejor cónsul honorario, del reportero británico imprudente pero bien informado. Sabía ganarse a la gente con la broma y muchos cubanos intuían el amor que él guardaba a la isla desde que llegó a ella para salvar la vida. Mauricio disfrutaba además de un alto galardón que le otorgó el azar: alcanzar a ser hijo de su padre, sin atisbo de rivalidad, ni de trauma.
Una vez reñí con él, porque quiso ser periodista y amigo en la misma baza. La noche en que discutí por dos horas con Fidel Castro, en lo que estaba destinado a ser un besamanos y que convertí en una controversia por mi don innato para la impertinencia, Mauricio luchaba por tratar de enterarse de todos los detalles para contarlos. Yo prefería guardarlos para el anecdotario íntimo de una vida discreta. Como era imposible quitarle el traje de periodista, pero también era imposible esquivarlo, decidimos poner el cariño por encima de cualquier roce. Su cuento era parte de su propia biografía y cuando hablaba de cualquier persona, estaba hablando de sí mismo.
La poética de los coches americanos, mantenidos por los mecánicos artesanales de la isla, la increíble producción de talento musical que ha dado aquel lugar, el anecdotario regado de ron, y las visitas de celebridades que se dejaban caer por allá sin atreverse a ver lo que era cierto, esos fueron los argumentos de sus piezas, crónicas y libros. Le vi también la orgullosa sonrisa del padre, cuando al nacer su hijo Miguelito el pianista Chucho Valdés le compuso una nana preciosa. Era de esas personas que no guardaban la agenda para sí mismos, sino que compartía los amigos y los conocidos, incluso sus contactos en los despachos oficiales. Lidió con la censura oficial como pudo hasta que le cayó encima la dura sanción de la pérdida de la acreditación. Pero ni eso pudo con su lealtad al pueblo de Cuba. Con su muerte a La Habana se le cae una piedra prestada, traída de lejos, pero tan bien puesta en sus fachadas rotas que causa lo que podríamos llamar un enorme daño patrimonial a la ciudad. Su periodismo fue generoso y al comunicado oficial siempre le añadió el comentario de una enfermera o la mirada de un bedel. Quiso a las personas por encima de las ideologías. Y contó la realidad no desde los despachos y las planificaciones, sino desde la supervivencia del talento y las ganas de gozar. Frente a la inquisición abusadora desde todos los frentes, eligió la música, es decir, la libertad.
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