Una semana de jazz en La Habana: gandinga, mondongo y sandunga
El 38° Festival de Jazz Plaza fue un bálsamo con largas noches de ron y ‘jam sessions’ en compañía de músicos extraordinarios que han llenado la ciudad de energía y buenas vibraciones
Hace tres días que acabó el 38° Festival de Jazz de La Habana y solo ahora es que puedo reencontrarme con mi amigo Lázaro. Estamos los dos exhaustos y resacosos pero felices después de una frenética semana de conciertos y descargas, de largas noches de ron y jam sessions en compañía de músicos extraordinarios que nos han llenado de energía y buenas vibraciones, y falta que hacía, a nosotros y a todo el mundo, pues en una situación tan espesa y municipal como la actual la buena música cubana y el jazz son un bálsamo.
Quedamos en Zapata y 12, a las puertas del cementerio de Colón, donde reposan los restos de ilustres músicos cubanos como Chano Pozo, Benny Moré o el gran jazzista Frank Emilio Flynn, de quien el trompetista norteamericano Wynton Marsalis dijo, tras escucharlo al piano durante una vista a la isla en 1998: “Dios debe existir cuando este hombre toca esas notas que solo él puede lograr”. Y se lo llevó a dar un concierto al Lincoln Center.
Con Bobby Carcassés y Chucho Valdés, Frank Emilio fue una de los músicos cubanos que más luchó por consolidar el Festival Jazz Plaza y lograr que fuera lo que es hoy: un gran espacio de libertad y creatividad musical al que todo el mundo cae rendido, empezando por Dizzy Gillespie, que viajó a La Habana tempranamente y tendió puentes. Beber de las fuentes del jazz afrocubano y estar en contacto con la magia de la música cubana no es cualquier cosa, y eso los mejores del mundo siempre lo han sabido.
Después de rendir tributo en la necrópolis a los maestros desaparecidos, cae la primera cerveza en un bar de esquina y allí Lázaro advierte: “Si vas a hacer algo general del Festival te vas a embarcar, son demasiadas cosas buenas y todo no lo puedes abarcar, vas a quedar fatal”. Tiene razón, han sido casi cien conciertos, pero vamos allá.
Lo primero, observar que el de La Habana no es un festival de jazz al uso, normal. En otros lugares cada artista llega con su propuesta y su lenguaje, toca con su grupo y se va. Pero en Cuba no: aquí el guion se escribe sobre la marcha, se improvisan formatos, repertorios y colaboraciones, y en medio del caos todo el mundo toca con todo el mundo y en cuestión de días se arma el despelote. Los artistas extranjeros, y especialmente los norteamericanos de más renombre, disfrutan de lo lindo tocando con los más jóvenes músicos cubanos y también con los consagrados, residan dentro o fuera de Cuba.
Una de las marcas de agua de esta edición del festival, creado en 1980, fue el regreso a los escenarios cubanos de grandes músicos del patio que se marcharon hace años y han hecho su carrera en Estados Unidos o Europa, empezando por el extraordinario percusionista y rumbero Pedrito Martínez, que lleva ya 25 años en Nueva York. Pedrito, que ha tocado con los más grandes y hace años hizo un disco antológico de homenaje a Camarón -producido por Fernando Trueba y con Niño Josele a la guitarra-, había estado antes en otros Jazz Plaza, pero por primera vez se presentó con su propio grupo y acompañado por el gran percusionista puertorriqueño Giosvanni Hidalgo, su padrino en la Gran Manzana desde que llegó.
Los tres conciertos y la clase magistral que ofreció durante la semana pasada fueron el acabose, aunque quizás el más sentido fue el que dio en el parque Trillo del barrio habanero de Cayo Hueso, donde nació. Estaba emocionado, y también el público. Aquello fue un sentido homenaje a Juan Formell y a Chano Pozo, el gran percusionista cubano que en los años cuarenta del siglo pasado también se instaló en Nueva York y se unió a Gillespie para revolucionar el jazz y crear un himno como Manteca. Heredero de Chano, el superdotado Pedrito fue sin duda uno de los nombres propios de este Festival.
Otros idos que regresaron fueron el pianista Rolando Luna, el trompetista Carlos Sarduy, el saxo Irving Acao o el batería Lukmil Pérez, que tocaron juntos y separados, en propuestas propias o descargas de otros, en escenarios diversos. El concierto de Luna en el teatro Martí, primero a piano solo y luego acompañado de Sarduy e Irving, fue una delicia que comenzó con una improvisación sobre el Claro de Luna de Debussy y terminó con la sabrosura de Guarina, de Sindo Garay. Sarduy se presentó días después en el teatro Nacional con su Groove Messengers, jazz afrocubano del mejor, y lo mismo hizo Irving en los jardines de teatro Mella.
Me dice Lázaro que la fuerza de la música cubana es tremenda, da igual el género de que se trate, que si jazz afrocubano, danzón, trova tradicional, música guajira o de concierto, timba, guaguancó, mambo, filin o bolero. Bien dicho. Durante el festival hubo galas memorables, como la dedicada a la música campesina y a la desaparecida Celina González ofrecida por el pianista Alejandro Meroño, con arreglos de big band y Pancho Amat en el tres, una deslumbrante locura que demostró que el jazz cubano todo lo puede. Igual pasó con el concierto homenaje a las canciones inmortales de Marta Valdés, destilado de filin y sentimiento, hilvanado por el guitarrista y compositor Dayron Ortiz, que contó con invitados de lujo como el trompetista Mayquel Gonzalez, el saxo Emir Santa Cruz o el gran pianista Ernán López-Nussa, a quien el festival rindió también tributo por su 65 cumpleaños.
Llegado a este punto, ya con cuatro lagers en el cuerpo, me repite Lázaro. “Vas a resultar empalagoso, se nota que te gusta demasiado”. Y cuestiona: “¿Y dónde dejas el concierto de Los Muñequitos de Matanzas, y la nueva propuesta del batería Ruly Herrera, y La gran diversión de Roberto Fonseca [actual director artístico del Festival], y la versión de Manteca que se cascó el pianista norteamericano Aaron Goldberg en el teatrito de Bellas Artes, y la maestría del percusionista Adel González, que no se ha ido, y el taller en las escuelas de arte de Yosvany Terry, que es profesor en Harvard, y el precioso homenaje a Pablo Milanés que hizo Pachequito?”.
Ante la incapacidad de resumir el privilegio y el disfrute de estos días -y lo mal que vamos a quedar-, nos pedimos otra ronda y brindamos de nuevo a la salud de Frank Emilio, de Bobby y de Chucho, que aunque ya no vive en Cuba, está muy presente. “Lo más increíble es la cantidad de jóvenes músicos y jazzistas que gracias a ellos mantienen viva la llama. Da igual quién esté aquí o allá”, comenta Lázaro, y es verdad. Eso, y la fascinación que producen los colores de la música cubana, y la versatilidad y brillantez de sus instrumentistas, y el Gandinga, Mondongo y Sandunga de Frank, todo un himno del jazz afrocubano, y el talento inagotable de los más jóvenes, y el magisterio de los veteranos, y el ron y las jam sessions que hacen olvidar las penas, y planeando por arriba de todo la rumba y la raíz del tambor, que cuando suena enloqueces, mamita siento un bombo me está llamando.
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