Sí hay jazz en Ciudad de México
EL PAÍS hace un recorrido por la escena jazzística de la capital mexicana que poco a poco recobra sus fuerzas luego de sobrevivir a la pandemia
Es jazz y al experimentado baterista Gabriel Puentes se le cae una baqueta en pleno concierto. No hay en su gesto preocupación, al contrario: una sonrisa aparece debajo de su espesa y larga barba que, aunque no blanca, es tan mística como la de Merlín. Con la sonrisa, una nueva baqueta en su mano. Solo algunos atentos son testigos de aquella muestra espontánea de prestidigitación. Más tarde, a mitad de un tema, Puentes abandona la batería para sentarse en una mesa solitaria al lado del escenario y disfrutar desde ahí el solo de piano como cualquier otro espectador. En un parpadeo reaparece detrás de bombos, tarola y platillos... mago es poco.
Puentes es uno de los tantos protagonistas de la escena jazzística de Ciudad de México que poco a poco han comenzado a retomar sus lugares luego de verse interrumpidos por la pandemia. Los afiches digitales de conciertos y presentaciones se despliegan uno tras otro a través de las redes, semana a semana, anunciando renovadas programaciones, experimentos y variadas alineaciones. Y con el regreso, según la percepción de músicos, propietarios, meseros y baristas, nuevos públicos. “La gente estuvo mucho tiempo encerrada; cuando pudo, salió sin rumbo buscando fiesta y se topó con esta música”, especula la contrabajista Marie Anne Greenham, miembro del Cuarteto Mexicano de Jazz y del recién constituido Cuarteto RAMI.
Pero por qué ahora, por qué no antes. Cuando el jazz, sobra decirlo, no es ninguna novedad. El trompetista mexicano Alan Fajardo es determinante en sus observaciones: “Muchos estaban cansados de escuchar a Maluma hablar de sus tenis una y otra vez. Y aunque en el jazz somos los mismos monitos, la música siempre es diferente. La gente se acercó sin tener conocimiento de este género y dijo: ‘ah, esto es jazz… wow’. Y ahora los lugares están atascados”. Cierto o no, los distintos foros que albergan música jazz en la capital del país se han atiborrado de asistentes en los últimos tiempos. “Por supuesto que la escena jazz ha crecido”, asegura a este diario el pintor Ernesto Zeivy, director y propietario del Zinco Jazz Club. “Antes difícilmente se podía abrir cuatro veces por semana”.
Las razones pueden ser varias y hasta descabelladas. Lo importante es que el paraje del jazz ha conseguido echar sobre sí nuevos ojos y oídos curiosos. ¿Y qué encuentra el neófito del jazz además de prejuicios, y cómo debería apreciar este tipo de música? Sería absurdo siquiera imaginar postulados. Especialmente en un estilo musical que rinde culto a la improvisación. No hay mucho que entender y sí mucho que sentir. Pensar en reglas sería alimentar todavía más los tabúes que existen alrededor del género. “Yo hasta me enojo porque hay quienes me dicen ‘el jazz no lo entiendo’, y yo les pregunto: ¿el pop lo entiendes?, ¿el rock lo entiendes?, ¿el reggaetón lo entiendes? Yo no necesito entender qué técnica y qué materiales usó Van Gogh para pintar un cuadro, pero probablemente me conmueva si me paro al frente de esa obra. No creo en esa necesidad de racionalizar todo para poder disfrutarlo”, sostiene Puentes.
Noche y concierto avanzan uniformes en el Zinco Jazz Club —un sótano icónico en el centro histórico de Ciudad de México que ha recibido a músicos como Paquito D’Rivera, Wynton Marsalis, Terence Blanchard y Karen Souza—. El Alex Mercado Trío celebra diez años tocando y algunos presentes no logran resistirse al poder que Instagram o Whatsapp ejerce sobre ellos; a preguntarse, aun en voz baja, cosas como “¿qué tal va la oficina?” o “¿a poco sigues con Fulano?” Alguien más discute acerca de que su compañero de piso ha optado por irse a vivir con su pareja: “Imagínate tener que verle la cara a diario”. Por momentos lo común es el ruido, las voces del público colándose por entre melodías. Mingus ya habría interrumpido la función y tal vez hasta aporreado el escenario reclamando silencio. En el Zinco el jazz es el fondo: una escenografía sonora que siempre —qué bueno— acaba por imponerse.
Para muchos músicos, el jazz es lo más parecido a una charla en la que, como en cualquiera, hay un lenguaje y un tema como elementos básicos. Al cabo de un rato la plática del sonido comienza a nutrirse, a fluir en ¿el tiempo? Sí, pero ya no es un tiempo igual al de todos, aseguran aquéllos. En vivo, “el jazz permite conectar a la gente a través de la espontaneidad. Las ideas surgen de una retroalimentación del ambiente. De manera tal que el público se vuelve cómplice de la realidad del jazzista para poder crear la música en el instante. En una que se adapte a las necesidades del momento”, apostilla para EL PAÍS el pianista y escritor mexicano Alex Mercado.
El punto de Mercado es algo que puede verse —sentirse, mejor dicho— en prácticamente cualquier palestra en donde el jazz es anfitrión. Pero una confirmación de ello es lo que sucede en Pizza Jazz Café, en donde todos los lunes de jam son noches de fiesta. Este sitio, ubicado al sur, fuera del círculo de privilegio capitalino, se ha convertido en una parada obligada de músicos y amantes del jazz. Aquí parece que todos se conocen o son primos. Después de un precopeo fuera del escenario, los músicos se alistan para recitar poemas a través de sus instrumentos; de pronto uno quiere enfatizar algo: los demás guardan silencio y un solo da inicio. Satisfecho, luego de haber dicho lo que quería, las demás voces regresan al unísono, o se van integrando al paso, según el juego de dime y direte lo demande. En apariencia no hay orden pero sí un sentido riguroso de armonía. Los músicos hablan entre ellos con sus códigos: “La Mayor”, se lee en los labios de uno indicando a los otros sin dejar de tocar. El público come pizza. Este escenario da cuenta de que no hay una sola forma de escuchar jazz.
Es turno del Cuarteto RAMI, conformado por Reona Sugimoto (batería), Abril Sánchez (guitarra), Marie Anne Greenham (contrabajo) e Ingrid Beaujean (voz) en Casa Franca, un punto referente de la colonia Roma que forma parte del circuito jazzístico de la ciudad. ¿Y qué de especial tiene esta noche a diferencia de otras? Algo que en realidad no debería ser tratado como especial: RAMI es un cuarteto de mujeres. Es raro porque en pleno siglo XXI sigue sin ser normal ver estas agrupaciones. “No es común ver a una guitarrista, a una baterista, a una contrabajista. Se ha normalizado el estigma de que las mujeres en el jazz solo son cantantes. ‘¿En serio tocas?’, me han dicho muchas veces. A lo mejor no es a propósito, pero hay una presión extra siendo mujer porque no se confía en nosotras. ‘Si tocas con esta persona es porque seguramente te besuqueas con él’. Hay mucha misoginia todavía”, expresa Sánchez. En cosa de una semana este cuarteto se presenta en las pistas obligadas de la ruta del jazz de la comarca. “Yo vine a verlas porque esto nunca pasa”, dice Mónica Hernández, quien sugiere no ofrecer estos conciertos como un espectáculo extraordinario: “Esto debe ser habitual y recurrente”. La música es música; “el Do, Re, Mi de mujeres es igual al Do, Re, Mi de hombres”, finiquita la baterista del RAMI, Reona Sugimoto.
Así como el Cuarteto RAMI mostró su valía musical en las diferentes plazas de jazz de Ciudad de México, prácticamente todos los miembros que conforman la escena actual —sea en conjunto o como solistas— han rotado en los mismos tablados; aun por temporadas, jazzistas de otras latitudes, como el contrabajista Rob Duguay o el trompetista Phil Grenadier. “Me gustaría que hubiera más escuelas y por lo tanto más músicos, que la escena fuera más grande”, clama el baterista Pedro Cervera. Músicos hay, “la pandemia nos hizo a algunos preguntarnos si queríamos hacer lo mismo que hacíamos antes. Aunado a los bajos salarios que percibimos”, refiere el contrabajista Pablo Flores.
“En la pandemia íbamos a pique y la parte anímica también se vio mermada”, dice Edgardo Aguilar quien, con su familia, es dueño del restaurante El Convite, ubicado en el corazón de la colonia Portales. Aquí el jazz en vivo suena a la hora de la comida desde mediados de los años noventa, cuando el lugar abrió ante la necesidad de superar otra crisis, aquella que sumergió a la economía mexicana entre 1994 y 1995. Innovadora, durante la pandemia, la familia Aguilar improvisó la idea de subir a tríos jazzísticos a bordo de una camioneta descapotada —al que treparon músicos como Israel Cupich, Jorge “Luri” Molina, Diego Maroto, Edy Vega, etcétera— tocando por las calles de la colonia con el único fin de animar un poco el desolador ambiente. “El jazz también es atreverse”, matiza Edgardo.
No había pasado un año de haber inaugurado la sucursal capitalina de Jazzatlán —la original está en la pequeña ciudad de Cholula, en Puebla— cuando se decretó oficialmente el confinamiento en marzo de 2020. “Casi cerramos”, cuenta Rodrigo Rosas, gerente del lugar. Jazzatlán salió a flote a través de eventos callejeros y, cuando se pudo, conciertos sobre la banqueta. “La improvisación es la clave en esta música”, insiste el jazzista Israel Cupich, quizá refiriéndose sin querer a todas las vicisitudes que rodean a este género. No es tan fácil sobrevivir en el jazz, añade el contrabajista Agustín Bernal. Por momentos las características fundamentales de este estilo sonoro se trasladan a la vida. “El jazz se da en el instante. Hay incertidumbre porque no hay nada escrito”. Luri Molina lo dice de esta forma: “Lo mejor de ser jazzista es que mi vida nunca es igual, no me aburro. Lo peor es la inconsistencia económica”.
Pese a la apertura y promoción conseguidas a través de las redes sociales, el jazz sigue siendo visto por algunos como un género elitista. Se le ve así por su aparente complejidad, supone Alex Mercado. “Sí es música que invita a poner atención, es un género profundo”, argumenta por otro lado Arturo Herrera, ingeniero en audio de la sala de conciertos del foro Parker&Lenox. “La misma gente tiene la creencia de que no merece esta música. Es una etiqueta equivocada porque el jazz florece en la marginación. Cierto, ahora hay quienes lo piensan como música snob, o para escuchar con una copa de vino, pero son clichés”, aseguran Ingrid y Jenny Beaujean, quienes además de formar parte de la escena, conducen el programa de radio ‘Ejazz’ en la estación Horizonte 107.9 de FM. Para Nicole Victoria, seguidora, es elitista desde que se tiene que pagar solo por entrar a los sitios en que se toca jazz: “El cover llega a costar hasta tres salarios mínimos”, e intuye que buena parte de los nuevos públicos solo están cazando historias de Instagram. ¿Y qué hay si de pronto uno de esos asistentes despistados, sin importar cómo llegó, se vuelve amante o incluso parte de la escena? No es fácil saberlo pero tampoco difícil imaginarlo.
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