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Columna
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Regresa el cine

Cannes, que siempre ha ofrecido en su galería de premios desde el disparate oportunista hasta la película para la eternidad, sin ruborizarse de vergüenza jamás, sigue siendo el festival de festivales

La cineasta francesa Justine Triet, con la Palma de Oro de Cannes.
La cineasta francesa Justine Triet, con la Palma de Oro de Cannes.ERIC GAILLARD (REUTERS)
David Trueba

Si algo ha demostrado el último Festival de Cannes es que aquellos que daban al cine por moribundo, quienes pensaban que por haber perdido la hegemonía del entretenimiento quedaba relegado a una artesanía periclitada, se equivocaban a fondo. No es gracias a la relevancia icónica o a la inane exhibición de sus pasarelas fotográficas, sino por la intensa digestión de películas de casi todo el mundo. Esa ventana de miradas es lo que hace indispensable la cita. La mayor impostura en la que vive el cine actual pasa por fabricar películas para entrar en el palmarés de los festivales. Ha superado a la sempiterna vocación de hacer películas a la medida del éxito y la moda del momento, con quienes toca hacerlas y sobre lo que hay que hacerlas. Buscar el dinero de la gente resulta hasta más honesto que perseguir la palmotada en la espalda de una élite de comisarios culturales o sociológicos. Pero Cannes, que siempre ha ofrecido en su galería de premios desde el disparate oportunista hasta la película para la eternidad, sin ruborizarse de vergüenza jamás, sigue siendo el festival de festivales. Entre otras cosas porque lo organizan los franceses, un país orgullosamente aficionado a festejarse a sí mismo como capital del universo.

La pandemia arrojó al espectador audiovisual a una vivencia acolchonada. El sofá se convirtió en el mayor enemigo de la búsqueda activa. Las plataformas, con su modelo de negocio basado en la fidelización del consumidor, han convertido al usuario en una especie de polilla que no puede salir del vaso de su lámpara, forzado a pensar que solo existe esa pantalla. En el festival de Cannes, incluso con su lista de nombres fijos, como el equipo de veteranos de un club que juegan su pachanga semanal con los galones algo oxidados, demuestra cada año que el cine importa, porque es una forma de libertad como hay pocas. Si algo se necesita, y no es beatería, es recuperar la sala de cine de cercanía. En esa soñada ciudad de los 15 minutos, de la que apenas se ha discutido en nuestras elecciones municipales, hay que recuperar el cine, las librerías y los locales de concierto de tamaño humano. Aquellos que no quedan al servicio del comercio puro, sino de la vecindad vibrante entre negocio y pasión.

La oferta de ayudar a los jubilados a seguir yendo al cine no es ninguna tontería. Al partir hacia la sala se construye una ciudad que, combinada con las inmensas posibilidades del consumo casero, podrían rozar un ideal. El refugio no tiene nada que ver con la guarida. El primero es un espacio de salvación. El segundo es un parapeto de autodefensa. Los escolares también necesitan familiarizarse con otro ritmo narrativo que no sea el zapeo en redes, la canción salteada y el picoteo sin posar la atención completa. La sala, con su liturgia, recompone el reloj interno. Estamos peleados con el tiempo propio, es la tragedia de nuestra era, así que toca recuperar un metrónomo privado, que nos marque el ritmo según nuestro deseo, sin la angustia inducida en la que vivimos. El cine en salas es una medicina más, como la siesta, la charla, la mesa, el jardín, la lectura, la escucha y el paseo. Los que desprecian al cine trabajan para la interesada destrucción de la actividad personal. Robotización viene de robo, y lo primero que nos quieren robar es nuestro interno diapasón, ese regulador que propicia el compás exacto del vivir.

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