Nuestro ‘maldito’ bipartidismo, otra vez
Como en la vieja alternancia, la gobernabilidad se vuelve ya preferible a la autocrítica, que quedará sepultada bajo la idea que lo que se tiene enfrente es peor
La nostalgia de bipartidismo asoma la patita este 23-J. Hay quien piensa que los nuevos partidos ya solo actúan como comparsa de los viejos, generando más lío que utilidad en nuestra democracia. Y ello es síntoma de que la ilusión por el cambio político hace tiempo llegó a su fin. España se repliega sobre unas lógicas muy parecidas a las que hubo antes del 15-M, donde el protagonismo de la vieja alternancia regresa, tras el vaivén de los últimos años.
Y es que no es casual que Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo hayan planteado la campaña en términos bipartidistas. El líder del Partido Popular apela a una mayoría amplia por la incomodidad que le producen sus pactos con Vox. El presidente del Gobierno llama a unir el voto en el PSOE, ante una izquierda alternativa habituada a la gresca. El mensaje es claro: ambos buscan sacar tajada de sus competidores, bajo la amenaza de que está en juego el poder de La Moncloa.
En realidad, la pulsión bipartidista no es la causa, sino la consecuencia del fin del ciclo que abrió el 15-M. Certifica una verdad incómoda: los nuevos partidos no simbolizan ya que el sistema vaya a ser mejor o distinto, como se creyó en 2015. Su único cometido hoy es que el bipartidismo gobierne, fiscalizándolo lo más mínimo, actuando de aderezo ideológico cuando a PP y PSOE no les queda más remedio que ceder —incómodamente— para que luzcan algún mérito. Su fracaso quedó certificado este 28-M, con la defunción de Ciudadanos y la debacle de Podemos.
Así que la política española se arroja a una nueva pantalla este 23-J. El orden busca imponerse al caos porque, en este ciclo, la gestión importa más que la impugnación al sistema, dejando atrás el auge de los discursos adanistas o revolucionarios del último periodo. El bipartidismo ve ahí su oportunidad. Si populares y socialistas han perdido el miedo a sus extremos es porque la competición va ahora de confrontar modelos de gobierno, no de parecerse a ellos.
Primero, la estrategia bipartidista de Sánchez señala a sus socios como un problema. Aritméticamente, quienes más se hundieron este 28-M fueron el ala morada y ERC. Moralmente, que el PSOE se presente solo ahora ante la opinión pública, pidiéndole hasta seis cara a cara a Feijóo, supone una enmienda a la coalición: Ferraz se zafa de ciertos lastres que ha supuesto gobernar con Podemos —ahí están los efectos de la ley de solo sí es sí—. Los socialistas hasta se distancian de Bildu en Pamplona, huyendo de los riesgos de la anterior campaña.
El caso es que el presidente tampoco lo fía todo ya al tique, o efecto Yolanda Díaz. Se dice que el problema de ese espacio es la unidad, y que reflotará gracias a una figura más amable que Pablo Iglesias. Nadie cuestiona si Sumar no va más allá de ser un artefacto para aglutinar la amalgama de partidos federalistas —Más Madrid, Compromís, En Comú…— y maximizar la obtención de escaños. En verdad, gobernar con el PSOE ha dejado un socavón ideológico en la izquierda alternativa —Podemos se hundió en las municipales y autonómicas— al no suponer ya ninguna fuerza de impugnación real ni al sistema económico, ni a la Monarquía, ni en lo territorial.
Segundo, la estrategia de Feijóo va de fingir que no necesitará a Vox. Apoyarse en el Partido Regionalista de Cantabria o Coalición Canaria en las autonomías es útil al PP para evocar esa imagen. La realidad es que los populares se avergüenzan de la ultraderecha, hasta el punto de retrasar acuerdos autonómicos y municipales a después del 23-J. Su mayor pesadilla es replicar el histrionismo de Castilla y León en campaña, porque alejaría el foco del ‘antisanchismo’.
El hecho es que el PP no se desprenderá tan fácil de Vox para llegar a La Moncloa. Que el PNV diga que se siente un “clínex” con Sánchez solo alimenta la utopía de un Feijóo que quiere hacer de la España regional su refugio si logra la mayoría tras el 23-J. Pero en Génova 13 saben que la ultraderecha no es un partido más, aunque la usen de muleta. Supone un giro reaccionario destinado a anular muchos avances conquistados hasta la fecha. Por eso, no salió de las plazas de los indignados: no buscaba el cambio político, sino anclar España a su nostalgia de la Transición.
Aunque la mayor evidencia del fin del ciclo posterior al 15-M es el poder de la movilización para los comicios que vienen. En tiempos del bipartidismo, los votantes se abstenían si su Gobierno les disgustaba, o se activaban para echar al adversario. Con el multipartidismo eso cambió: la frustración se expresaba votando a nuevos partidos, que condicionaban a su vez el tablero político. Ahora ha dejado de ser así: la derecha en bloque está hipermovilizada por su miedo a este Gobierno; mientras que la izquierda protestó este 28-M silenciosa ante la desazón inflacionista, al no tener otra opción dentro de la lógica de bloques cerrados.
Nada es más bipartidista que plantear la campaña como una lucha cara a cara por el poder. Como en la vieja alternancia, la gobernabilidad se vuelve ya preferible a la autocrítica, que quedará sepultada bajo la idea que lo de enfrente es peor. Pero puede salir mal a los grandes partidos. Si la implosión del sistema enseñó algo hace 12 años es la imprevisibilidad.
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