Tamames, el fetiche de una España que ya no existe
Con sus tornillos y remiendos, quizás el Gobierno Frankenstein simbolice en parte también el espíritu de la Transición: la reconciliación y el perdón entre quienes piensan distinto
Lo de Vox nunca fue oposición, sino pura reacción. Me discutía un amigo sobre por qué debería identificarse él con un señor de la Transición. Y precisamente Ramón Tamames solo fue la coartada que la ultraderecha encontró para anclar al presente su relato de la anti-España de Podemos y el independentismo vasco-catalán. “El Frankenstein de Pedro Sánchez es tal horror que lo dice hasta un excomunista que vio nacer la Constitución”. Pero la jugada salió mal.
Vox logró el efecto opuesto a su intento de colar el mantra de “Gobierno ilegítimo” bajo la autoridad de un político constituyente. Al contrario: instrumentalizando nuestro pasado común para su esperpéntico show, acabó banalizando lo que la figura de Tamames y su generación simboliza para España. Menuda perplejidad para un ciudadano que viviera la reconciliación nacional, ver a un expreso político diciendo que total hoy pocos saben quién fue Blas Piñar.
Así que el Congreso asistió a un choque sutil entre generaciones que nos deja una reflexión: por qué hay una España, esa del Frankenstein del presente, que debe seguir cargando por siempre con el sambenito o la vergüenza de haber cuestionado, al parecer, el llamado “espíritu de la Transición”, solo por el hecho de existir. Si Tamames era el representante de aquel período, al discurso se le vieron las costuras del paso del tiempo, a ojos de un chaval de 20 años hoy.
Y es que el Frankenstein es molesto porque supone asumir que muchas cosas no son ya como en 1978. Tras la quiebra del bipartidismo en 2015, o del surgimiento de formaciones como Podemos o Ciudadanos, existió un factor generacional de votantes que no vivieron la Transición. Un nuevo país nació en las urnas, con nuevas demandas, problemas y sensibilidades a las que la democracia española se vio abocada a atender con recetas distintas.
Aunque no es casual que la derecha saque el relato de la traición al pasado a pasear, cuando no le conviene que la izquierda haga la política evolucionando conforme a la realidad del momento. A José Luis Rodríguez Zapatero le llamaron guerracivilista por su ley de memoria histórica, pese a que la izquierda no estaba en las mismas condiciones de exigir en 1977 que en 2007. A Sánchez le llaman rompepatrias por sus acuerdos con el independentismo, obviando que la CiU que pactó con el PP en 1996 ya no existe, como tampoco ETA, algo que condiciona la mentalidad de muchos jóvenes que votan a Bildu hoy.
Así que cuando la derecha apela al “relato de la Transición” solo busca patrimonializar e imponer su visión de España al resto. Esa en la que el PSOE sólo podría hacer una gran coalición por activa o pasiva con el PP, porque cualquier otro socio sería “ilegítimo”. Es la noción que Sánchez dejó atrás cuando venció al viejo PSOE en las primarias tras haberse abstenido en la investidura de Mariano Rajoy, y el marco mental que explica el enfado de viejas figuras socialistas con el Frankenstein.
Sin embargo, Vox va mucho más allá en el fin para el que nació: la reacción. Es estéril exigirle ningún programa de gobierno a la ultraderecha cuando su única función es impedir el desarrollo progresista o territorial de una forma que no sea la que la derecha considera, dejando al margen los cambios sociopolíticos. Por eso, su mayor éxito es asegurar su influencia en el PP, normalizando no renovar el CGPJ porque los socios de Sánchez son ERC o UP.
Claro está, no todo lo que ocurre en la política actual puede justificarse mediante el argumento de un pasado que no entiende el presente. Pero si una aportación dejó la moción de Tamames fue sacudirle los complejos al Gobierno de coalición y sus socios. Con sus tornillos y remiendos, quizás ese Frankenstein simbolice en parte también hoy el espíritu de la Transición: la reconciliación y el perdón entre quienes piensan distinto. Ni los podemitas hacen la revolución, ni los indepes logran la separación, sino que la convivencia bajo el paradigma constitucional se acaba imponiendo, ante la necesidad de la negociación y el acuerdo.
Lo de Vox nunca fue hacer oposición, sino abanderar la reacción: una visión de España, la suya, incapaz de adaptar el espíritu del pasado a las diferencias del presente político. La concordia no está en el reaccionarismo de quienes niegan la legitimidad de la mitad de su país.
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