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editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Respetar a los electores

El trumpismo electoralista embrutece la campaña y pervierte su función de debatir programas y medidas

El presidente del PP, Alberto Nuñéz Feijóo, abraza a la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, en un acto de campaña en Getafe, el pasado 13 de mayo.
El presidente del PP, Alberto Nuñéz Feijóo, abraza a la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, en un acto de campaña en Getafe, el pasado 13 de mayo.Santi Burgos
El País

La ya consistente historia de la democracia española ha vivido múltiples campañas electorales agrias y ásperas, pero los ejemplos nefastos del pasado parecen alimentar la repetición del modelo en lugar de enmendarlo. La tergiversación intencionada y la falsificación abierta de informaciones que hemos vivido esta semana a cuenta de las listas electorales de Bildu y la inclusión en ella de candidatos condenados por delitos de sangre (rectificada después por la formación abertzale) ha sobrepasado los peores precedentes. Resucitar el macabro fantasma de ETA 12 años después de su abandono de las armas (y cinco después de su extinción) y convertir el grave error de Bildu en el centro de la campaña insulta a la inteligencia de los españoles y corroe el decoro democrático de unas elecciones municipales y autonómicas donde ni ETA ni las víctimas ni su dolor debieron ser mercancía electoralista.

La primera semana de campaña debería haber servido para que los 35 millones de electores llamados a elegir el próximo 28 de mayo el futuro de más de 8.000 ayuntamientos y de 12 comunidades autónomas conozcan las políticas públicas que proponen los candidatos. Si los ciudadanos esperaban legítimamente escuchar estos días su batería de propuestas han tenido que buscarlas denodadamente en medio del estruendo que ha pretendido evitar confrontar sobre los problemas concretos. Algunos partidos han utilizado la mentira para sembrar el miedo (“si te vas a comprar el pan, cuando vuelves te han okupado la casa”) o han atacado con saña al adversario político a cuenta de una banda terrorista que ya no existe. “Los cimientos de esta ley de vivienda [pactada por el Gobierno con ERC y Bildu] se levantan sobre las cenizas del centro comercial Hipercor, con 21 muertos, cuatro de ellos niños”, llegó a decir el pasado miércoles en el Senado un miembro de la ejecutiva nacional del PP, sin que Alberto Núñez Feijóo detectase la menor desmesura en la frase, entre otras cosas porque un día antes había avalado esa estrategia contra Pedro Sánchez al acusarle de “favorecer más a los verdugos que a las víctimas”. Solo faltaba Isabel Díaz Ayuso, que llegó para atizar de forma obscena la mentira de que “ETA está viva y con poder”, sin miedo tampoco ella a herir a las víctimas que padecieron el terror de ETA cuando ETA mataba y extorsionaba, y sin que Feijóo sintiese la obligación de que la presidenta moderase su discurso y rectificase la evidente falsedad de sus palabras.

El debate público ha sido arrastrado por polémicas innobles y oportunismos coyunturalistas destinados a llenar las pantallas, las emisoras y los medios de exageraciones y deformaciones que parecen tener el objetivo exclusivo de evitar la discusión y explicación de propuestas ante la ciudadanía. Las declaraciones y pronunciamientos de trazo grueso invisibilizan los debates reales que atañen a los auténticos problemas: desde la necesidad de mitigar los peores efectos de la emergencia climática en ciudades recalentadas hasta la urgencia de dotar de viviendas asequibles a quienes carecen de dinero, recursos o colchón familiar; desde la garantía de una sanidad pública todavía traumatizada por el estrés de la pandemia —posiblemente afectada ella misma de estrés postraumático— hasta las plazas necesarias en guarderías públicas o los servicios sociales para quienes pueden verse expulsados a la marginalidad irreversible. Respetar al electorado significa tratarlo como un adulto que espera saber qué solución proponen los centenares de candidatos para sus problemas concretos.

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Electoralismo es la acumulación de medidas del Gobierno de España anunciadas por Pedro Sánchez en la precampaña y la campaña de unas elecciones locales y autonómicas. Nada nuevo bajo el sol, todos los Gobiernos lo han hecho y harán aunque la ejecutoria que puede exhibir el Ejecutivo de coalición, su producción legislativa y de ampliación de derechos se devalúa al convertirla en un mercado de ofertas anunciadas en mítines antes de ir al Consejo de Ministros, sin tiempo para analizar y debatir la importancia y el impacto de medidas con cargo a los Presupuestos Generales del Estado.

Pero una cosa es el electoralismo, criticable, y otra instalar la campaña española en el trumpismo más rampante que da por bueno que ETA está viva hoy e iniciar la inquietante senda de plantear la ilegalización de partidos políticos. Nada invita a pensar que la semana que queda hasta el 28 de mayo vaya a cambiar el rumbo, pero el sentido de la responsabilidad institucional de quienes nos van a gobernar y el mero decoro democrático obligan a las fuerzas políticas a defender sus programas de gobierno a escala municipal y autonómica. La corrosión democrática que ha vivido el país tiene consecuencias reales: expulsa a los sectores sociales más necesitados del juego democrático porque el debate público no va con ellos, no los interpela ni promueve su participación electoral. Son los barrios y ciudades más pobres de España quienes más se abstienen en las elecciones, y esa es una carencia democrática grave. No es casualidad: el ruido no consigue resolver los agujeros negros que el país padece en sanidad, en vivienda, en educación o en los efectos del cambio climático, sino que solo busca desprestigiar y dañar al adversario con propaganda negativa. Desde el infame “que te vote Txapote” hasta la peligrosa personalización de la campaña en familiares de políticos como el hermano de Ayuso —investigada y archivada en los tribunales la suculenta comisión que cobró por la venta de mascarillas al Gobierno de su hermana en lo peor de la pandemia—, por más que el PP permaneciera indiferente ante el acoso sostenido a la familia Iglesias-Montero en la puerta de su casa. De Vox no se pueden señalar excesos concretos porque todo su discurso lo es y su mayor éxito, al margen de lo que digan las urnas, es haber conseguido contagiar al Partido Popular. Monopolizar la esfera pública con puro ruido mediático sepulta el debate sobre las reformas que importan a los ciudadanos y en el fondo contribuye a que nada cambie: es una estrategia conservadora. Queda aún una semana para recuperar el respeto de los electores.

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