Escuchemos a Lula da Silva
El presidente brasileño está propiciando una nueva situación politica global que incluye una propuesta de paz para la guerra en Ucrania que, con el peso internacional y estratégico de Brasil, merece ser atendida
Después de algo menos de cuatro meses de la vuelta de Lula a la Presidencia de Brasil, tras una victoria que todos los demócratas celebramos con un profundo alivio, su acción política se confirma como un proyecto que puede ser decisivo para recomponer un sistema internacional roto y con una deriva hacia la confrontación, como consecuencia de la invasión rusa de Ucrania y la creciente rivalidad entre Estados Unidos y China.
Coincidí en mi etapa al frente del Gobierno de España con Lula como presidente de Brasil y puedo reafirmar que vi en él a un líder decente, volcado en la lucha contra la pobreza y con una concepción clara en defensa del multilateralismo, de la solución pacífica de los conflictos y de la cooperación como principios de las relaciones internacionales.
En ese periodo demostró su capacidad para convertir a Brasil, una democracia del hemisferio occidental, en una potencia en el terreno internacional, con una mirada de largo alcance y en defensa de ese multilateralismo constructivo, en donde la lucha contra las desigualdades y el futuro medioambiental del planeta fueran también las prioridades globales.
Lula demostró que es deseable y posible construir al tiempo una relación positiva entre Occidente y Oriente, y entre el Norte y el Sur. Tuvo la capacidad de promover iniciativas como la Alianza contra el hambre o la creación de los BRICS, para colmar vacíos en el sistema internacional vigente desde la Segunda Guerra Mundial.
Ignorar o no entender los grandes cambios de la geopolítica y geoeconomía del siglo XXI supondrá ahondar en el peligroso camino de la división y confrontación en el sistema internacional. Conviene tener presente algunos datos al respecto. El think tank GATE ha elaborado un Centro de Gravedad Económico Global, ponderando el peso de cada país en el PIB mundial por sus coordenadas geográficas. El resultado del análisis es que ese centro de gravedad se situaba en los años sesenta del siglo pasado en el Atlántico norte, entre Europa y EE UU, pero desde entonces se ha ido desplazando y ahora se sitúa en mitad del Pacífico, entre China y EE UU, y cada año se va acercando más a Asia.
Junto a esa realidad, o en paralelo, es evidente el creciente auge de China como potencia, lo que no es una anomalía histórica, ya que, hasta 1850, ocupó siempre un lugar preeminente en la escena internacional. De otro lado, es muy explicable que regiones como Latinoamérica o África demanden un sistema internacional multilateral más equitativo frente a la estéril y peligrosa polarización en bloques políticos. Y es que, en mi opinión, lo que más conviene a las democracias, la mejor manera de prevenir o evitar su retroceso, es avanzar en la construcción de una Comunidad Política Internacional, esto es, con más cooperación y más integración.
Los retos más acuciantes para el bienestar de las sociedades, tanto de los modelos demoliberales como los de otro signo, son globales y requieren de una visión y una acción cooperativas. Así ha quedado certificado con las crisis financieras, la pandemia, la imperiosa lucha contra el cambio climático, las migraciones, el combate contra las desigualdades y, por supuesto, la resolución pacífica de los conflictos y la reafirmación de un orden internacional equitativo.
Se trata de reafirmar y actualizar los principios fundacionales de Naciones Unidas, la Carta de San Francisco y, de manera singular, ese ambicioso programa común que representan los ODS (Objetivos de Desarrollo Sostenible), que constituyen seguramente el compromiso más exigente que la comunidad internacional haya alcanzado nunca. Es impensable que se pueda progresar en su cumplimiento en un clima de confrontación y de guerras frías. Los ODS exigen diálogo, cooperación y estabilidad global.
Pues bien, este proyecto de largo alcance, de multilateralismo, paz, cooperación y equidad global, es el proyecto de Lula.
Desde que inició su tercer mandato, el presidente Lula ha propiciado una nueva situación política global. En el corto tiempo transcurrido, ha afirmado, en su visita a EE UU, un diálogo constructivo con el presidente Joe Biden; ha ratificado su actitud de colaboración con China y los BRICS; ha recibido al canciller alemán; ha formulado una propuesta de paz para Ucrania con la creación de un G-20 a tal fin; ha conversado con el presidente Volodímir Zelenski; y su asesor especial, el respetado diplomático Celso Amorín, se ha reunido con Vladímir Putin.
No puede haber un orden internacional equilibrado sin EE UU como actor fundamental, pero también es claro que EE UU y sus aliados no pueden aspirar a un sistema internacional estable sin contar con los países y regiones emergentes. Solo con esa visión podremos aspirar a una Comunidad Internacional de paz y cooperación.
La propuesta de paz de Lula merece, pues, ser escuchada. El peso internacional y la estratégica posición de Brasil así lo aconsejan. Su lejanía respecto de un conflicto bélico en Europa es solo geográfica, no política ni estratégica. Precisamente, porque ese compromiso con el orden global responde a convicciones, trasciende el puro y simple interés del país.
Además, Lula tiene una relación especial con África, ese continente tan necesitado de cooperación, y cuenta con un respaldo muy amplio en Latinoamérica. Debemos celebrar que un líder iberoamericano desempeñe un papel tan determinante en el tablero político internacional.
En el marco de su ofensiva global, Lula realiza su primera visita a Europa. Y ha elegido para ello la península Ibérica, a Portugal, por razones obvias, y a España porque, como he podido constatar en diversas conversaciones personales, Lula otorga un relevante valor estratégico a nuestro país en el orden internacional. Y es, sin duda, una buena noticia que así sea.
El presidente Pedro Sánchez ha demostrado, asimismo, una sólida posición en las relaciones internacionales. Lo ha hecho tanto en su liderazgo en temas decisivos en la Unión Europea, como en su inteligente actitud en favor de construir positivas relaciones con las grandes potencias, y también por su interés hacia África y el intento de renovar un compromiso de mayor profundidad con Latinoamérica.
Por todo ello, Brasil y España pueden muy bien confluir en esa necesaria tarea de reconstruir la Comunidad Política Internacional. Son dos países con una casi ilimitada capacidad de diálogo internacional, y que cuentan con dos líderes fuertes al frente de sus gobiernos, a quienes une su visión multilateral y un compromiso acreditado en la lucha tanto contra el cambio climático como frente a las desigualdades y la pobreza.
En la noche del 30 de octubre del pasado año, el día de la victoria electoral de Lula, le escuché estas palabras dirigidas a los invitados que habíamos acudido a São Paulo a respaldarle: “No merecemos una nueva guerra fría y no vamos a aceptarlo. No merecemos tanta pobreza y desigualdad en el mundo y vamos a cambiarlo”. Quien esgrime estas convicciones, en un momento como el actual, y al frente de un país como Brasil, merece a su vez todo nuestro aliento y apoyo, el de los defensores del diálogo político, de una acción decidida en favor de la paz y del compromiso con los siempre olvidados.
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