Economía e ideología
El problema de la política económica no está en sus ideas fundamentales, ni en la tensión entre planteamientos conservadores, liberales o socialdemócratas, sino en la falta de honestidad, en la soberbia de una parte de la disciplina y en la pereza intelectual
Cada día, a cada instante, millones de personas en todo el mundo toman decisiones de carácter económico, muchas veces de manera inconsciente (o, cuando menos, no analítica), sujetas a infinidad de restricciones y sobre la base de preferencias que no tienen por qué ser estrictamente racionales, previsibles o consistentes. Lo extraordinario es que, pese a la complejidad del conjunto, todas esas decisiones se ordenan sin necesidad de que alguien las coordine.
El resultado no es forzosamente el más justo ni el más eficiente, pues la economía de mercado actúa al margen de la igualdad de oportunidades, lo cual no impide reconocerle su capacidad para ordenar preferencias de manera descentralizada.
Esa capacidad es tanto más asombrosa cuanto que la conducta humana no es exactamente la de un algoritmo optimizador. El ser humano es racional, por supuesto, pero tiene emociones, se equivoca, cambia de criterio, se aferra a rutinas y costumbres (por absurdas que sean), alimenta creencias de todo tipo y es capaz tanto de la mayor mezquindad como del más admirable altruismo. Así somos. Nos cuesta reconocerlo, pero muchas de las grandes críticas a la economía de mercado son, en el fondo, críticas a la condición humana.
Nuestra mente ordena ideas como quien une los puntos de una línea invisible porque necesita comprender el mundo que le rodea. Y trata de hacerlo de la manera más sencilla, en ocasiones hasta el reduccionismo de lo binario: sí o no, más o menos, a favor o en contra. Es casi un acto reflejo.
Irremediablemente, la ideología (como “conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona, colectividad o época, de un movimiento cultural, religioso o político, etc.”, en definición de la RAE) forma parte del ser humano. Y, a pesar de ello, produce a muchos economistas un rechazo epidérmico. ¿Es posible abstraerse de todo sesgo, alejarse del tiempo en el que uno vive, y actuar con criterios escrupulosamente asépticos para abordar las complejidades que plantea la realidad económica?
Es una condición necesaria en el ámbito académico, al menos aspiracional. Y en buena parte del mundo económico es, además, condición suficiente. Ocurre así, en general, con las cuestiones de carácter operativo. Poco o nada hay de ideológico, por ejemplo, en la estrategia de subastas del Tesoro, en el día a día de la contabilidad nacional o en un cálculo de elasticidades.
Sin embargo, cuando se trata de política económica las cosas son diferentes. Las grandes decisiones obligan a elegir entre beneficios y costes que afectan de distinta manera a unos actores económicos u otros, con consecuencias que además están sujetas a menudo a un grado de incertidumbre notable. Y eso, asesorar o decidir sobre quién gana y quién pierde, o a qué llamamos “progreso”, no es algo que pueda hacerse al margen de la idea que uno tiene del mundo.
Firmaba hace poco Wolfgang Münchau una tribuna en este mismo diario en la que afirma que ”la edad de oro de la macroeconomía ha tocado a su fin”, en referencia a la sucesión de diagnósticos y decisiones erróneas en los últimos años, y en la que reivindica la supremacía de la política sobre la economía.
En realidad, no ha habido tal “edad dorada de la macroeconomía”, sino una edad dorada de hacer pasar por macroeconomía tesis insuficientemente fundamentadas como los mercados financieros autorregulados (sic), la austeridad expansiva (la contracción del gasto público iba a provocar un aumento de la actividad económica), el trickle-down o efecto goteo (la concentración de riqueza en los superricos iba a acabar permeando a las clases medias y populares), la curva de Laffer (la reducción de impuestos iba a generar una mayor recaudación fiscal) y otros postulados que, como el tiempo ha demostrado, eran lo que parecían: dogmas, pensamiento mágico o, en el mejor de los casos, evidencias anecdóticas.
La reflexión, sin embargo, debe ir más allá de esta crítica, por lo que el texto de Münchau sugiere sobre la relación entre economía e ideología. Así, la política de recortes draconianos del gasto público llevada a cabo en España entre 2010 y 2012 no fue perniciosa por razón de su claro sesgo ideológico, sino por su falta de fundamento: deprimir la actividad del sector público cuando el sector privado ya se había hundido agravó y prolongó la crisis, lo que tuvo por resultado un aumento de la deuda pública (que era precisamente lo que se quería evitar).
Igualmente, las políticas de sostenimiento de la renta de los hogares aplicadas durante la pandemia (ERTE, prestaciones por cese de actividad, protección social) o, en la actualidad, de algunas medidas contra la inflación (la conocida como excepción ibérica, ayudas a sectores productivos y hogares vulnerables) no han sido un acierto por ser ideológicamente progresistas, sino porque eran necesarias y han funcionado razonablemente bien en su contexto.
Hace apenas unos meses, los mercados financieros castigaron duramente el programa de rebajas fiscales de la entonces primera ministra británica Liz Truss, hasta el punto de forzar su salida de Downing Street. Sin embargo, nos equivocaríamos si pensásemos que el motivo del castigo fue ideológico. El error fue hacer abstracción del momento, de dónde está el Reino Unido y a dónde va el mundo. Y así podríamos poner muchos otros ejemplos.
A lo anterior se suma que las posiciones más progresistas, o de modificación del statu quo, suelen ser señaladas como ideológicas mientras que, incomprensiblemente, sus antagónicas no lo son. Subir el salario mínimo, aumentar la inversión pública o reforzar la progresividad fiscal se presentan como decisiones ideológicas, pero congelar el salario mínimo, reducir el gasto público o ahondar en la competitividad fiscal aparecen como decisiones “técnicas”. ¿Acaso el criterio experto solo es necesario para actuar en un sentido?
A esta lógica, la de hacer pasar por “técnicas” decisiones de política económica tan ideológicas como sus antagónicas, han contribuido durante mucho tiempo informes y estudios con credenciales académicas, institucionales o profesionales que, con los altavoces adecuados, han buscado definir una determinada ortodoxia. Los fundamentos teóricos, los modelos y el buen uso de las herramientas del análisis económico son imprescindibles para cimentar cualquier diagnóstico, pero es conveniente que pasen por el filtro de distintas miradas.
En la misma línea, el uso febril de datos económicos en las redes sociales se ha convertido en un arma de desinformación masiva, un fenómeno que parece escapar a cualquier control. Incluso cuando los datos hablan por sí solos, existe una micronesia de lentes distorsionadas dispuestas a convertirlos en alimento del pensamiento más sectario.
Y digo bien, pensamiento sectario, porque el problema de la política económica no está en su carga ideológica, ni en la tensión permanente entre planteamientos conservadores, liberales, socialdemócratas u otros, sino en la falta de honestidad, en la soberbia propia de una parte de la disciplina y en la pereza intelectual. No se trata de tener razón, se trata de tener criterio.
A pesar del estigma que supone, la confrontación ideológica es virtuosa y, en todo caso, preferible al pensamiento desestructurado, a los argumentos de parte falsamente ecuánimes y al tacticismo permanente. También en las instituciones. La mano invisible del mercado hace mejor pareja con la mano bien visible de las ideologías que con la subordinación a intereses no revelados.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.