Un ingreso mínimo vital automático
La burocracia para la concesión de las ayudas condena a los servicios sociales a dedicar más tiempo a tareas de control que a la atención a las necesidades reales
El ingreso mínimo vital (IMV) era una medida necesaria y urgente. Ha de calificarse como un avance positivo. Se reconoce la prestación como derecho subjetivo incorporado al catálogo de prestaciones no contributivas de la Seguridad Social y se ha consolidado la renta mínima como un derecho de ciudadanía. Ello no impide reconocer que este IMV presenta sombras evidentes. Aunque la mayor parte de ellas sean comunes a todas las políticas de rentas mínimas condicionadas.
El primer problema es que el IMV deja fuera a demasiadas personas. Sigue presuponiendo que el pleno empleo es lo normal y que solo hace falta buscar solución para desempleados temporalmente, hasta que vuelvan a trabajar. Quedan fuera, además de los eternos invisibles (tan excluidos que ni están en las encuestas, ni tienen cuentas, ni, por supuesto, internet) muchas situaciones de necesidad que no cumplen las complejas condiciones fijadas para tener derecho a la prestación.
Puede parecer obvio que hay que fijar alguna frontera, especialmente si queremos que llegue a los realmente necesitados. Pero no es tanto que se caiga una vez más en el error de salto habitual en estas prestaciones. Dejar fuera a las personas que superan por poco los mínimos que permiten acceder a los subsidios pero que están sufriendo las sucesivas crisis es grave. Se margina a una clase media baja (y no tan baja), que está pasando graves apuros económicos y que tiene la justificada sensación de soportar la mayor parte de la recaudación tributaria, en un sistema fiscal injusto que recae desproporcionadamente sobre el trabajo asalariado.
Como era previsible, el IMV ha encontrado un obstáculo decisivo: la burocracia. Son de sobra conocidos los problemas que está arrastrando la aplicación del IMV, hasta el punto de que una medida de éxito ha quedado a veces empañada. Y en parte con razón cuando la mayor parte de las personas necesitadas no lo están recibiendo, muchas están quedando fuera de antemano por no poder superar esa barrera y, en el mejor de los casos, se recibe el subsidio con notable retraso.
El hecho de exigir el cumplimiento de una serie de requisitos implica la necesidad de una solicitud previa, de acopio de papeles, de un esfuerzo de comprensión… que son barreras infranqueables para muchas personas. La necesidad de renovación anual está manifestando problemas adicionales y sorpresas inesperadas para quienes venían percibiendo el subsidio.
Comprobar los requisitos exige un fuerte aparato burocrático, unos costes desproporcionados respecto al propio presupuesto del programa y un grave retraso en la percepción efectiva de la prestación. Un entramado que, además, se sustenta en la profunda desconfianza respecto a los más necesitados. Se pierden probablemente más recursos en perseguir pequeños abusos que el gasto que estos pueden suponer. Condenamos a los servicios sociales a dedicar más tiempo a tareas de control que a la atención a las necesidades reales.
Tras el IMV sabemos que una renta mínima garantizada es un derecho sin marcha atrás. Su aplicación y la experiencia nos han mostrado que su funcionamiento (como el de cualquier renta condicionada) es deficiente. Parece evidente que hay que dar el salto a una renta automática, más cerca de la idea de la renta básica universal. El próximo debate electoral debería ser un buen momento para hacer pedagogía en ese sentido.
Un subsidio automático e incondicional supera casi todos los problemas de las rentas condicionadas de forma mucho más eficiente. Frente al proceso de solicitud y aprobación previa, una renta automática; frente a los retrasos, una renta previa a la necesidad; frente a la burocracia, un programa de gestión mínima; frente a los costes para administración y administrados, mínimos despilfarros; frente a la trampa de la pobreza, una renta compatible con otros ingresos; frente al error de salto, un beneficio progresivo; frente a la estigmatización de la pobreza, una renta de ciudadanía; frente a la ineficacia de no llegar a muchos necesitados, la prestación universal garantizada.
Las experiencias disponibles de rentas incondicionadas se han extendido por todo el mundo y todo tipo de países, con resultados abrumadoramente positivos. Admitiendo la precaución de que se trata de experimentos, coinciden en que no hay efectos significativos sobre búsqueda de empleo y sí un leve aumento del emprendimiento. Cuando se observa alguna leve reducción de tiempo de trabajo, lo es en empleos remunerados, pero con aumento del tiempo dedicado a otros trabajos como cuidados, voluntariado o aficiones artísticas. Lo que nos llevaría a otro debate importante: qué entendemos por trabajo socialmente útil y cómo medimos el bienestar.
Una constante en las conclusiones de los experimentos realizados es que se observa, amén del descenso de índices de pobreza, mejoras en salud mental y disminución de depresiones en los participantes, un menor estrés y la reducción de visitas a médicos y hospitales, así como el descenso en absentismo y abandono escolar y en índices de delincuencia. Solo por estas ventajas ya sería recomendable su implantación urgente.
El hipotético efecto desincentivador sobre el trabajo será siempre menor que en los programas habituales de rentas condicionadas al ser compatible con ingresos adicionales.
Tenemos que llegar a soluciones sobre aspectos manifiestamente mejorables del IMV, que la premura de su implantación no ha posibilitado. El camino es saltar a un ingreso mínimo vital automático e incondicionado. Lo que procede ahora no es el debate de su conveniencia, evidente, sino del cómo. Para que el cuándo sea lo antes posible.
El debate no puede esquivar algunos otros argumentos en contra o su viabilidad financiera. Habrá que volver sobre ello.
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