Escombros de un terremoto
Hoy nadie espera que un Dios reivindique la inmensa tragedia del seísmo de Turquía y Siria


El terremoto de Lisboa acaeció bajo un sol radiante a las nueve de la mañana del 1 de noviembre de 1755, festividad de Todos los Santos. A esa hora todas las iglesias estaban llenas y al venirse abajo los fieles murieron aplastados bajo sus mármoles que podrían imaginarse sagrados. Desde Sodoma y Gomorra los cataclismos de la naturaleza eran atribuidos al castigo de un Dios airado por la maldad de los humanos. Pero el terremoto de Lisboa, que produjo más de 100.000 muertos, fue el primero en socavar los cimientos de la religión, ya que en plena época de la Ilustración hizo que chocaran también las dos placas tectónicas de la filosofía y la teología, de la fe y la razón. Algunos creyentes elevaron la mirada al cielo y se atrevieron a preguntarle a Dios: ¿Por qué? El propio Voltaire exclamó: ¡Qué van a decir ahora los predicadores…! Nada. Los clérigos aprovecharon esa catástrofe para sacar el látigo, y los templos fueron reconstruidos pese a que habían aplastado a la mayoría de los fieles. En su famoso poema acerca de esta tragedia, Voltaire se preguntaba cómo siendo Dios tan sabio y omnipotente permitía que murieran niños inocentes bajo los escombros. Hoy ya nadie es tan ingenuo para formularse esa pregunta. Todo el mundo sabe de qué se trata y no espera que un Dios reivindique la inmensa tragedia del seísmo de Siria y Turquía. Podría hacerlo el papa de Roma, que dice ser su representante en la tierra, pero imagino su angustia al tener que dar la cara asomado a una ventana del Vaticano. ¿A quién echar la culpa? El papa Francisco podría hablar como Pangloss, el optimista irredento del Cándido de Voltaire: todo es por nuestro bien, vivimos en el mejor de los mundos posibles. De hecho, vistos desde un satélite, los escombros del terremoto de Siria y Turquía parecen tan naturales como los que produce la maldad humana en la guerra de Ucrania.
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