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MIRADOR
Columna
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Pangloss

La física del siglo XX ha descubierto, desconcertada, que en cierto sentido fundamental vivimos en el mejor de los mundos posibles

Javier Sampedro
Ensayo general de la ópera 'Cándido', de Voltaire, en versión de Paco Mir, que se representó en San Lorenzo de el Escorial (Madrid) en 2011.
Ensayo general de la ópera 'Cándido', de Voltaire, en versión de Paco Mir, que se representó en San Lorenzo de el Escorial (Madrid) en 2011.

Santiago el anabaptista viajaba con rumbo a Lisboa en compañía de sus amigos Cándido y Pangloss cuando, de repente, la furia desatada del océano zarandeó el buque y lo tiró por la borda. Cándido está a punto de saltar al mar para rescatarlo cuando su tutor Pangloss le detiene con el argumento de que la bahía de Lisboa se había creado, precisamente, para tragarse a Santiago el anabaptista y reconducir el curso de la religión. Así lo narró Voltaire en Cándido, y su personaje Pangloss se convirtió en sinónimo de la idea más singular y dañina de la historia del pensamiento: que vivimos “en el mejor de los mundos posibles”.

Voltaire, sin embargo, no daba puntada sin hilo. Su tutor Pangloss no era un espantapájaros diseñado a propósito como un blanco fácil. En realidad era una caricatura de uno de los grandes pensadores y científicos de la generación anterior, Gottfried Leibniz, descubridor del cálculo diferencial junto a Newton e inventor del sistema binario con el que funcionan nuestros ordenadores y teléfonos. Y que, pese a todo ello, fue el autor de la idea de que vivimos en el mejor de los mundos posibles (la escribió en su Teodicea). Los genios tienen estas cosas.

Los físicos teóricos suelen cojear de una pierna panglossiana. El propio Newton era creyente y estaba convencido de que la gravitación universal que había descubierto era un destello de la mente de Dios. Einstein era ateo en el sentido convencional, pero creía en el Dios de Spinoza, “que se revela en la armonía de lo existente”; esa creencia, de hecho, está en la raíz de su mayor error científico, el rechazo a la naturaleza probabilística de la mecánica cuántica, que él mismo había contribuido a fundar.

La física del siglo XX ha descubierto, desconcertada, que en cierto sentido fundamental vivimos en el mejor de los mundos posibles. Mueve un pelín la relación de masas entre el protón y el neutrón, la magnitud relativa de las fuerzas nucleares y electromagnéticas u otras dos docenas de magnitudes básicas y, de pronto, nuestro universo ordenado y elegante se convierte en una sopa de quarks incompatible con la vida.

Los biólogos, sin embargo, son ateos por deformación profesional. Darwin tuvo que cargarse a Dios para hacer avanzar la teoría de la evolución, la gran unificación que fundamenta la biología moderna. Y no es extraño que sea un biólogo, Floyd Romesberg, quien haya refutado para siempre al doctor Pangloss. Romesberg ha ampliado de cuatro a seis el número de letras del ADN. Una gran idea que nunca se le ocurrió a la madre naturaleza. Salta, Cándido.

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