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El terremoto y la filosofía

¿Cómo es posible que siendo Dios tan omnipotentemente sabio y bueno permita que haya terremotos, con la consiguiente destrucción de personas y bienes materiales imprescindibles para vivir? Así preguntaba Voltaire en su Poema sobre el desastre de Lisboa, ocurrido el 1 de noviembre de 1755. ¡Ah, de la razón! -Nadie me responde. Nuestros muertos siguen esperando una respuesta. Tal vez ahora que, fin del milenio, las campanas del integrismo religioso tocan con arrebato, quieran darnos alguna respuesta que aún no conozcamos.Ese día de Todos los Santos Lisboa padeció, Dios quiera que por última vez, un seísmo que acabó con la vida de unas treinta y cinco mil personas. Al movimiento de la tierra y resquebrajamiento de calles y casas siguió una inmensa ola de mar que ahogó toda la parte baja de esta hermosa ciudad. Ni siquiera san Jorge pudo impedir que el castillo emblemático de la ciudad padeciera destrozos que aún podemos ver; pero el terremoto tan sólo duró siete minutos, gracias a Dios. Desde el siglo XVIII al XX nada ha cambiado: ¡Ah, de nuestros muertos! -Nadie me responde. Y, sin embargo, debería ser ahora el momento oportuno para que a nuestros muertos portugueses, venezolanos, mexicanos, japoneses, estadounidenses, griegos y turcos, la lista es interminable, se les diera alguna respuesta con sentido.

Voltaire releía a Leibniz y a Pope a la luz de lo ocurrido en Lisboa: "¿Nada es sin razón?", "¿Todo está bien?". Ahora, que venga el filósofo-teólogo de guardia para sermonear a los que yacen bajo los escombros. Bueno, tal vez muchos lisboetas llevaran una vida regularcilla tirando a mala, aunque las crónicas dicen que a la hora del terremoto las iglesias estaban abarrotadas, esto sólo Dios lo sabe; pero lo que Voltaire sabía sin dudarlo era que los niños sepultados bajo los escombros o las aguas eran inocentes. ¿Por qué permite Dios estas muertes tan absurdas desde un punto de vista moral? ¿Qué pecados han podido cometer esos niños griegos y turcos? ¿Será que todo es necesario? ¿Será, como creyó la Escolástica, y sobre todo la soviética, que el mal sólo es "ausencia" de bien o de ser y que, en definitiva, no hay mal que por bien no venga, como en su momento histórico nos demostró la Dialéctica convertida en el Álgebra de la Revolución? Ay, se quejaba lúcidamente nuestro escritor, "tristes calculadores de las miserias humanas,/ no me consoléis más, amargáis mis penas" (vs. 100-105). Hay momentos en los que el arte de calcular, aquí en la tierra como en el cielo, sólo da para seguir engordando la vida eterna de las mentiras. Contra esta forma de pensar en nuestros muertos debería la filosofía salvar nuestra tristeza, nuestra frágil finitud y contingencia de seres mortales, nuestra condición trágica, frente al imperativo economicista de la Eternidad y el Fin Último.

He releído este poema y me sorprende su luz y conmueve su esperanza. Voltaire echa por tierra una filosofía acomodada en una razón que permite "contemplar" el sufrimiento al mismo tiempo que "París baila" (v. 30). Le repugna el trueque que se hace del horror del presente por un futuro, la bendición filosófica del mal por el finalismo con el que se alumbra la propia razón, gorda y autosatisfecha de tanta armonía preestablecida. Le horroriza pensar que podamos acomodarnos en la gran cadena del Ser por la que nuestros sufrimientos reciben al final el premio: no os preocupéis, hijos míos, vuestro hogares se destruyeron por la felicidad del mundo. Al fin y al cabo, había escrito santo Tomás de Aquino, incluso el Infierno lo creó Dios por amor. Pero cualquier persona sabe, incluidas las que creen en el eterno retorno, pero no de lo memo, que hay amores que matan. El poeta, un servidor tampoco, no quería ofender al Creador, ¡pero amamos tanto el universo! (v. 55) que no podemos silenciar esta incómoda conciencia que desde Epicuro nos interroga: ¿de dónde viene el mal en la tierra?, ¿de verdad estamos hechos a imagen y semejanza del Buen Dios? Este ilustrado francés ponía, por otra parte, uno de los muchos dedos que podemos poner en la llaga cuando reflexionaba sobre las "ganancias" o "beneficios" que depara un terremoto: "El Norte se enriquecerá con vuestras pérdidas fatales" (v. 65).

Pues bien, ahora que nuestros cansados de la modernidad y de la ilustración y de la ciencia y de la democracia nos van a salvar, del brazo del dogmatismo que como no espabilemos, pues "todo va bien", nos vamos a enterar, ahora que la tierra se mueve más que nunca, quién se lo iba a decir a Galileo, ahora aparece Voltaire para desencantarnos de nuestro propio desencantamiento. ¿Acaso no es preferible el desconsuelo ilustrado con los ojos abiertos al embaucamiento lógico-religioso? El problema filosófico del mal, con este Dios, no tiene solución. Pero nuestros arquitectos, científicos y políticos pueden ayudar a luchar mejor contra los terremotos y seísmos sociales y económicos en los que, como parte del Plan General, siempre hay más muertos pobres que ricos. Y, desde luego, que un problema carezca de solución es, posiblemente, lo que separa laicamente al filósofo del teólogo. Oración final: "¡Oh, Dios mío, reveladnos que hay que ser humanos y tolerantes!" (nota de Voltaire al Poema añadido en 1771. He seguido la excelente traducción de Alicia Villar). Era esperanzador, y puede que haya dado sus frutos. Tras el reciente terremoto de Ankara, la primera ayuda humanitaria la recibieron los turcos de sus archienemigos, los griegos. Que así sea.

Julio Quesada Martín es profesor de Metafísica en la UAM y escritor.

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