Universalidad de Vargas Llosa
Constelación de novelas, cuentos, dramas, comedias, ensayos, su obra es una literatura. Como tantos otros, he vivido leyéndola por más de medio siglo. Me conmovió su fibra moral y lo seguí en sus disputas ideológicas
El muchacho peruano que vivía en París cuando París era una fiesta, el joven que seguía los debates de Sartre y Camus, el novelista formado en la lectura de Victor Hugo y Flaubert, el lector que soñaba en emular el heroísmo de Malraux, construiría con el tiempo una obra que merecería lo que ningún autor que no escribiera en francés, desde hace siglos: el ingreso a la Academia Francesa. Francia, capital de la cultura occidental, honra la universalidad de Mario Vargas Llosa, escritor que desde la particularidad peruana y latinoamericana ha iluminado temas permanentes de la condición humana.
Constelación de novelas, cuentos, dramas, comedias, ensayos, su obra es una literatura. Como tantos otros, he vivido leyéndola por más de medio siglo. Me conmovió la fibra moral de sus primeras novelas, escritas bajo el aliento apasionado, muy francés, de la indignación social. Celebré la vena lúdica y sensual de sus novelas amorosas, ese bendito recurso de escapar de la realidad para imaginar vidas atadas al deseo. Imaginarlas y contarlas, con recursos flaubertianos y prosa límpida. Me cimbró La guerra del fin del mundo, ambiciosa y épica como Los miserables, referida a una rebelión premoderna que entonces pareció remota pero que, con el tiempo, resultaría premonitoria.
Lo seguí en sus batallas ideológicas de los ochenta, cuando tras atestiguar los horrores de Sendero Luminoso escribió Historia de Mayta, encarnación del guerrillero enamorado de su pureza moral a quien de pronto asalta la verdad de sus propios errores, irrealidades, dogmatismos y crímenes. En El pez en el agua asistí a la confesión sobre el primer dictador que confrontó Vargas Llosa, su propio padre, cuyos abusos le revelarían la entraña última de las desgracias del continente, la filiación del poder. La derivación natural tenía que ser La fiesta del Chivo, novela cumbre inspirada por la filiación contraria, la de la libertad. A diferencia de otros novelistas célebres de nuestra lengua cuyas obras revelan una atracción casi erótica por el poder, la creación de Vargas Llosa diseccionaba el poder como el cirujano el cáncer, no para regodearse en su malignidad asesina sino para evidenciarla, exhibirla y extirparla. Poder o libertad: ¿no ha sido el dilema central de toda sociedad civilizada? Y la literatura, ¿no es el antídoto universal contra el veneno del poder?
El viento de la historia universal lo arrastró sin descanso. Y el viento no cesa. Vargas Llosa ha vivido bajo el asedio de ejércitos fanatizados que en el siglo XX rindieron pleitesía a los dictadores totalitarios (Lenin, Stalin, Mao, Castro) y ahora reverencian a sus caricaturas populistas. Él responde escribiendo. El bastión de libertad permanece. Vargas Llosa, que por convicción defendió por una década la Revolución Cubana, se separó de ella porque su sentido de la autenticidad era incompatible con la mentira radical del castrismo. Pero no por eso olvidó la desdicha de nuestros países. ¿Cuál podía ser la salida? En una relectura reciente, entendí que La guerra del fin del mundo fue clave en su búsqueda. Y su hallazgo ha cobrado una inquietante vigencia.
La novela, se recordará, ocurre en los remotos sertões brasileños pero su drama es universal: la batalla entre la razón y la fe. El corazón de Vargas Llosa (y el de lectores como yo) estaba con los condenados de nuestra tierra, los seguidores de Conselheiro, el redentor de Canudos, a quien rodeaba un pueblo sufriente, pobre, que pocos autores han recreado con tal piedad. Frente a ese vasto fenómeno de la fe se alzaba la fría y geométrica Razón, que un Gobierno republicano busca imponer a sangre y fuego. El “periodista miope” que protagoniza la novela entiende que una oposición así, entre el llamado milenarista de la tribu y los preceptos racionales y modernos, no puede llevar sino a una conflagración total, final. “En Perú, tenemos un Canudos vivo en los Andes”, declaró entonces Vargas Llosa. Pero ¿qué hacer?
Llegó entonces —me parece— su momento de la definición, que ilumina nuestra circunstancia actual. Por más atractivo que resulte el mundo encantado del mesianismo, con sus comunidades fervorosas y sus liderazgos carismáticos, si creemos en la posibilidad de una vida común pacífica, civilizada, libre, fraterna, digna e incluso próspera, estamos moralmente obligados a desencantarlo mediante la razón. La fe atañe a la relación del hombre con Dios, no a la polis. Al concluir esa novela, y al confrontar el proyecto que el marxismo (milenarismo disfrazado de racionalidad) tenía para el Perú y América Latina, Vargas Llosa desembocó en la convicción de que no había mejor opción para el reino de este mundo que la modesta utopía republicana, democrática y, sobre todo, liberal. ¿Cómo acercarla a los miembros de la tribu, sin imponerla? ¿Cómo lograr que no se rindan a nuevos mesianismos políticos? Sigue siendo el tema de nuestro tiempo.
Pero hoy es día de fiesta. Hoy la Academia Francesa reconoce la universalidad de Mario Vargas Llosa y se reconoce en ella. No es el poder el protagonista de esta historia. Es la literatura, vida en libertad.
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