Defender el derecho al aborto es defender la democracia
Este derecho pertenece al núcleo de la democracia misma, pues su reconocimiento antepone la voluntad ciudadana frente a la moral religiosa

La mujer del siglo fue una de las películas más comentadas y disfrutadas en Francia en 2022. Dirigida por Olivier Dahan, especializado en filmar biografías de grandes figuras francesas, cuenta la vida de Simone Veil. La película es cursi y no vale gran cosa en términos artísticos ―quiero decir: no está a la altura de la retratada―, pero sus virtudes didácticas han apuntalado la canonización laica de una de las políticas más importantes del siglo XX, y eso no es un mérito menor: ya que no tenemos a Veil para iluminar la grisura de hoy, al menos, que nos inspire su recuerdo.
En su legado destaca la ley que lleva su nombre, aprobada en 1974, que reconoce y regula el derecho al aborto en Francia. Para ello, tuvo que convencer a una mayoría de conservadores de su propio partido gaullista que apelaban a su catolicismo. En una batalla durísima, y gracias a la complicidad del presidente Giscard d’Estaing, venció como se vence a un ejército de robots: confrontándoles con sus paradojas. Veil no planteó el derecho desde una perspectiva exclusivamente feminista, ni tan siquiera social. Lo hizo desde la política: ningún republicano podía consentir una prohibición que atenta contra el principio sagrado de la libertad. Obligó a los diputados católicos a elegir entre la fe y la República, y muchos no tuvieron más remedio que elegir la segunda y guardarse la primera para los días de misa y sus oraciones privadas.
Quien sostenga en 2023 que el debate sobre el aborto no está cerrado debería revisar las discusiones de 1974 que, efectivamente, lo cerraron. El derecho al aborto pertenece desde entonces al núcleo de la democracia misma, pues su reconocimiento antepone la voluntad ciudadana frente a la moral religiosa. Puede seguir debatiéndose, pero para proteger mejor a las mujeres y a los médicos de las coacciones moralistas. Cualquier propuesta que no vaya en ese sentido es un atentado contra el laicismo que debe regir en una democracia digna de tal nombre. Lo contrario sería volver a un dilema que ya superó Veil y meter otra vez la fe en un sitio donde no pinta nada.
Alberto Nuñez Feijóo tiene ahora una oportunidad preciosa para demostrar su compromiso con los principios republicanos. La artimaña de Vox en Castilla y León debería ser motivo suficiente de ruptura del Gobierno en esa comunidad, lo cual no solo sería una jugada audaz, sino una manera de honrar el legado de Veil, que no es más que esa Europa libre a la que aún no hemos renunciado.
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