El Sur global y la batalla por los derechos
El discurso de Putin que desacredita como imperialistas a Estados Unidos y la UE encuentra eco en países del antiguo Tercer Mundo que se sienten ajenos a los valores que defiende Occidente y detectan sus contradicciones
Se afirma que la invasión rusa de Ucrania ha dejado indiferente a la población de los países de África, Asia y América Latina, que considera el conflicto un asunto del Norte privilegiado. Se vio en las declaraciones del presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador: “No creemos que esta guerra nos concierna”. También en la actitud equidistante del presidente Lula da Silva, en Brasil, para quien el presidente ucranio, Volodímir Zelenski, tendría la misma responsabilidad que Vladímir Putin, y en general en las naciones que se abstuvieron de votar en la ONU. Nos encontraríamos ante la respuesta del Sur global, concepto vástago del otrora Tercer Mundo, escenario geopolítico imprescindible en el que Putin aspira a resetear una Guerra Fría 2.0. del West versus the rest, Occidente contra el resto, bajo la égida de la “amistad sin límites” de Pekín y el Kremlin.
El presidente de Rusia ha descubierto en la coyuntura de la guerra la oportunidad de intentar desacreditar a Estados Unidos, la Unión Europea y alzarse en adalid del Sur global. No hace mucho el mandatario se despachó a gusto en una ofensiva de reproches que abrían el escenario de la contienda: “Desde la colonización de África a las guerras del opio en China… durante siglos, Occidente ha pretendido traer la libertad y la democracia al mundo… de hecho, ocurre exactamente lo contrario”, señaló. Putin, el que invade y destruye con misiles a Ucrania, el que deja morir de frío a sus ciudadanos con la misma indolencia que hace noventa años Stalin los dejase morir de hambre, acusó a Occidente de imperialista e hipócrita y propuso acabar con la hegemonía de Estados Unidos a través de un movimiento anticolonial dirigido por Moscú que cuenta, entre otros medios, con la ubicua cadena de televisión RT, la antigua Russia Today.
Esta narrativa, que encuentra un entorno receptivo en los sentimientos de agravio del Sur global, percibe los derechos humanos como una herramienta más del supremacismo moral ejercido históricamente por occidentales blancos que inculpan de modo selectivo a terceros países, según sus intereses. Opinión que comparte Pekín. Para los dirigentes del Partido Comunista Chino los derechos humanos carecen de universalidad al ser culturalmente relativos, dependientes de las diferentes perspectivas locales, y perjudiciales para los intereses colectivos que en última instancia definen el bien común. Es el debate de “los valores asiáticos” que lanzase a finales de los 90 el entonces presidente de Singapur, Lee Kuan Yew, según el cual la concesión de libertades individuales era una decisión inapropiada para las sociedades de Asia y en general para los países no occidentales que priorizaban la estabilidad social como fundamento del crecimiento económico. El modelo de Singapur, un Estado fuerte, de probado éxito económico y restricciones civiles —una democracia iliberal—, proporcionaría el modelo alternativo. En esta línea, y en defensa de sus tradiciones, se posicionaron Arabia Saudí e Irán, al considerar que los derechos entraban en conflicto con los principios de la ley islámica, especialmente en lo concerniente a la condición de la mujer.
Argumentos estos cuestionables. El texto de la Declaración Universal de los Derechos Humanos recoge las voces de hombres y mujeres de diversa procedencia, entre los que destaca el que fuese jefe de la delegación de China ante la ONU y vicepresidente de la comisión encargada de su redacción, Peng Chun Chang. Comprometido en el propósito de aunar los principios morales de las distintas tradiciones filosóficas, Chang llegó a afirmar que la Declaración conciliaba las ideas de Confucio y Tomás de Aquino. En cualquier caso, la carta representa un consenso mayor que el de cualquier régimen que la refute.
Por otro lado, es cierto que con frecuencia los derechos se abogan desde un doble rasero y en un tono innecesario de prédica aleccionadora. Los Estados europeos, al enarbolar la bandera de los derechos en su política exterior, se contradicen recurrentemente, por ejemplo, al exportar armas a regímenes no democráticos, como el de Qatar. Intereses e ideales casan con dificultad, dado que la coherencia entre intenciones, decisiones y acciones es un rompecabezas de difícil encaje. Lo experimentó en su momento el alcalde progresista de Cádiz, José María González, Kichi, cuando la firma de un contrato para construir corbetas entre la naviera Navantia y Arabia Saudí lo colocó ante el dilema de tener que elegir entre “defender el pan o defender la paz”. Se quedó con el pan. La hipocresía es denunciable y corregible, pero en ningún caso desmerece la legitimidad de los derechos. Ni la doblez, fenómeno ampliamente compartido. En este sentido, actualmente pocos casos llaman tanto la atención como el silencio conforme de los países musulmanes hacia el trato dado por China a la minoría musulmana uigur o la impasibilidad en Oriente Próximo frente a la brutal represión del régimen de los ayatolás por las protestas de las últimas semanas en Irán.
La crítica a los derechos proviene mayoritariamente de los dirigentes autoritarios y conviene a los Estados iliberales que recurren a la retórica antioccidental para anular un aspecto central de los mismos, el reconocimiento del individuo en tanto que sujeto político. El debate sobre los derechos no es un asunto de Occidente contra el resto, sino una cuestión que encara tradición y modernidad. La afirmación de la libertad está presente en todas las culturas, pero de modo exclusivo: para las élites, para Dios (o los dioses) y sus intermediarios, para los gobernantes que deciden por el colectivo. Occidente elaboró los derechos contra sus tradiciones. Lo nuevo, lo reciente, el gran salto de la tradición a la modernidad, reside en la consideración del carácter igualitario de la libertad, la posibilidad de que las personas comunes puedan decidir sobre las decisiones de los gobernantes que les afectan, y con ello legitimar el ejercicio del poder.
Es lo que está ocurriendo en las protestas de Irán y China, dos países cuyos gobiernos ponen en tela de juicio la universalidad de los derechos por su cariz cultural. Un vuelco inesperado en la expansión global del autoritarismo que parecía reforzar las tesis de Pekín y Moscú sobre el ineludible declive de la democracia liberal. Una evidencia de las vulnerabilidades del “dilema del dictador” expuesto por Andrew J. Nathan: por su naturaleza cerrada, las dictaduras cometen más errores que las democracias liberales; si se abren para ser más eficientes dan lugar a una demanda de mayores libertades, de no hacerlo, son respondidas por protestas en una escalada de contestación-represión.
En Irán los jóvenes se manifiestan bajo el clamor de “¡mujer, vida, libertad” y en China exclaman “¡queremos libertad!”, pues como escribe el Nobel indio de economía, Amartya Sen, en Desarrollo y libertad: “El valor supremo de la libertad es una poderosa presunción universalista”. No podía ser menos en el Sur global.
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