Bajmut, la ciudad fortaleza que resiste a la batalla más sangrienta de la guerra de Rusia en Ucrania
Los implacables bombardeos rusos y escuadrones de mercenarios de Wagner asedian la localidad de Donbás que se disputa ya en las calles. El ejército ucranio pugna por mantener el control
Acurrucada en su abrigo amarillo, Irina alimenta el fuego en el que prepara la comida en plena calle. “Hoy tenemos suerte. Voy a hacer gulash”, dice con amargura. “Solo tengo un pedazo de carne y pocas verduras, pero muchas especias”, ironiza. El humo de la madera con la que alimenta la hoguera se mezcla con el de las explosiones constantes que han sumido a Bajmut en una niebla marrón, como una pequeña tormenta en el desierto. “Hoy están especialmente cabreados los rusos”, escupe Irina, de 58 años. Bajmut, en la región de Donetsk, en otro tiempo famosa por sus cercanas minas de sal y sus vinos espumosos, y que incluso recibía excursiones de aficionados a la cata, es hoy el punto más caliente de la guerra de Rusia en Ucrania. La ciudad es el frente.
Los bombardeos rusos se escuchan cerca, furiosos, y un grupo de militares se apresura a cambiar de posición. Dos blindados ucranios pasan a todo lo que les da el motor por una carretera cuajada de baches en el agujereado centro de la ciudad. Veinticuatro horas antes, el presidente ucranio, Volodímir Zelenski, estuvo en algunas posiciones avanzadas del ejército ucranio en los alrededores de esta ciudad de Donbás, el territorio del este parcialmente controlado por las fuerzas rusas. Y la respuesta del Kremlin a la visita más audaz del líder ucranio en el día 300 de la invasión ha desencadenado un concierto incesante de morteros, misiles Grad, Huracán y disparos de artillería.
Bajmut es, dijo Zelenski, un “infierno”. La feroz defensa del ejército ucranio de la localidad se ha convertido en otro de los símbolos de resistencia y fuerza del país, donde el lema “Bajmut resiste” es ya mítico. “El este resiste porque Bajmut está luchando. Esta es la fortaleza de nuestra moral. En feroces batallas y a costa de muchas vidas, aquí se defiende la libertad para todos nosotros”, remarcó el presidente ucranio.
Los cráteres que han dejado los misiles y el fuego de artillería constante se mezclan con el barro y los copos de nieve que empiezan a caer y a formar una alfombra sucia, gris. Apenas queda un edificio sin las cicatrices de una guerra que se ha alargado 10 meses y que no tiene perspectivas de terminar pronto. De las entre 70.000 y 80.000 personas que vivían en Bajmut antes de la invasión a gran escala, apenas quedan unos 7.000 habitantes, según las autoridades locales. Quizá son incluso menos. La mayoría subsiste en los sótanos y refugios improvisados, donde viven en unas condiciones paupérrimas y dependen de la ayuda humanitaria que unos pocos voluntarios avezados acercan a la ciudad. Una localidad que todavía en mayo burbujeaba y que hoy está cuajada de trincheras en los arcenes y enormes trampas erizo antitanque.
El cuerpo de un hombre yace en una de las intersecciones, parcialmente cubierto con una tela que alguien le ha puesto encima. Lleva en el mismo punto varios días. Todavía nadie ha pasado a recogerlo. Dos mujeres caminan a toda prisa por el cruce, de camino a rellenar a duras penas tres garrafas de agua que acarrean en un carrito. No se paran a mirar. No hay un solo coche y no conviene quedarse ni un minuto en la zona, grita una de ellas, con un gorro de lana calado hasta las orejas y un abrigo de piel. El lujoso pelo negro —todavía brillante— del chaquetón contrasta con el paisaje de fondo, una ciudad en ruinas, sin electricidad, agua, gas, calefacción ni teléfono desde hace meses.
Tras la toma en junio y julio de las ciudades de Severodonetsk y Lisichansk, en la región de Lugansk, y las mayores victorias de Rusia en Donbás, las tropas del Kremlin empezaron a asediar con saña Bajmut, que se había convertido en el centro militar para toda la zona, con un gran hospital al que llegaban heridos desde varios puntos del frente. La estrategia con Bajmut es la misma que Putin utilizó en Lugansk, en la chechena Grozni en la década de 1990, en la siria Alepo, entre 2015 y 2016, e idéntica a la que empleó en la ciudad portuaria de Mariupol: sitiar, bombardear y arrasar para conquistar hasta quebrar la resistencia. Aunque la conquista sea solo de cimientos quemados. De ruinas.
Maxim, un veterano tirador de artillería que se cubre el rostro con un pasamontañas, observa a través de unos modernos prismáticos. Además del traqueteo constante de los bombardeos, que hacen temblar el suelo sin cesar, y eventualmente el vuelo de cazas, los percutores de las armas cortas se escuchan no demasiado lejos. Ya hay combates calle a calle en el este de la ciudad.
Rusia empezó lanzando grupos tácticos y batallones como apoyo a los ataques aéreos para cercar Bajmut. Desde hace varias semanas ha cambiado de fórmula y está enviando escuadrones de asalto con tácticas de ataque, apunta dice Serhii Cherevaty, portavoz del grupo oriental del ejército ucranio. Primero, los escuadrones estaban compuestos por unos 50 hombres. Ahora, los forman unos 15. Algunos son nuevos reclutas recién movilizados en octubre por Putin, mal formados y peor equipados, según los informes del ejército ucranio. Pero muchos de esos escuadrones, dice la inteligencia británica, están compuestos por mercenarios de la compañía militar Wagner, liderada por el oscuro Yevgeni Prigozhin, conocido como el chef de Putin por sus negocios de catering y su cercanía al Kremlin, que ha reclutado a decenas de miles de presos de las cárceles rusas, que son enviados a Ucrania a la batalla de Bajmut.
“Los rusos no tienen ningún aprecio por sus hombres”, dice el militar Maxim. “Les envían a morir aquí como cucarachas, ni siquiera recuperan sus cuerpos. Cuando neutralizamos a un grupo, envían a otro. Y así una y otra vez. Y otra”, añade el uniformado con un gesto amargo. Asegura que muchos de ellos llegan drogados. Tanto, dice, que ni siquiera sienten la adrenalina de la batalla. Ni el dolor.
Bajmut se llamó Artemivsk hasta 2016 por el revolucionario bolchevique Fiodor Artem Sergueiev, cercano a Stalin, y tuvo cierta importancia en una de las batallas de la guerra de 2014, en la que el Kremlin se parapetó tras los separatistas prorrusos que terminaron tomando el control de parte de las regiones de Donetsk y Lugansk, que ahora Rusia, sin esconderse ya tras las cúpulas secesionistas que alzó en la zona, ha absorbido y se ha anexionado de forma ilegal. Sobre el mapa, en la guerra total del Kremlin en Ucrania, Bajmut no tiene excesivo valor geoestratégico, aunque es un punto logístico para el ejército ucranio y perderlo complicaría las cosas para seguir empujando a las tropas rusas y mover los suministros hacia distintos puntos del frente.
Con su captura, Rusia conseguiría quebrar ese núcleo, pero sobre todo lograría una pequeña victoria simbólica y psicológica en un momento en el que al Kremlin se le acumulan los reveses. En un movimiento inusual, Putin ha admitido que la guerra —que sigue llamando “operación militar especial”— se está complicando y ha ordenado dotar al ejército de fondos ilimitados. “Están sufriendo pérdidas desproporcionadas para un ejército que libra una guerra del siglo XXI”, señala Serhii Cherevaty. De hecho, algunos analistas han comparado la sangrienta batalla de Bajmut con las guerras de trincheras de la Primera Guerra Mundial.
Las bajas son enormes entre las fuerzas del Kremlin, dice el Gobierno ucranio. Y muchos cuerpos de militares rusos yacen todavía en el campo de batalla entre la nieve y el fango. Ucrania, no obstante, está sufriendo también grandes pérdidas en la pugna por la fortaleza de Bajmut, como ha reconocido Zelenski. Otra de las razones de su visita a la ciudad, programada convenientemente antes de su viaje a Estados Unidos, donde reclamó más ayuda militar y económica para mantener a flote el país y seguir resistiendo.
Las ambulancias militares de color marrón salen como un goteo. Fuera de los límites de la ciudad, otras esperan para recoger a los heridos y trasladarlos a zonas más seguras. Rusia, además, ha bombardeado el hospital y sus médicos han tenido que trasladarse a otro lugar. Los bomberos, que resisten en un cuartel en el centro de Bajmut, no salen cuando los ataques son intensos; el Kremlin suele pegar dos veces en el mismo punto. Dentro del cuartel, las paredes retumban por las explosiones y un pedazo de metralla ha impactado en el cristal de una de las ventanas, reforzada con sacos terreros.
En un banco pintado de azul, frente a los parterres que en otro tiempo estuvieron llenos de flores, Liudmila se lamenta entre explosión y explosión. “Tengo 80 años, he vivido de todo y esto es insoportable. Solo queremos que termine”, dice con lágrimas en los ojos. Ni siquiera le importa ya lo que pase con la ciudad. Hay más como ella, ciudadanos conmocionados, que caminan u observan el horizonte como con el piloto automático puesto. Otros, dice el militar Maxim encogiéndose de hombros, esperan la llegada de las fuerzas rusas a una ciudad arrasada.
En el portal de su casa, Katya y Kristina, las hijas de Irina, han salido a tomar un poco de aire. Toda la familia, incluido el hijo de nueve años de Katya, vive en el sótano de un edificio lleno de grietas, con los cristales rotos y que parece cubierto de remiendos de cemento. “¿Sabes? La vida antes de esta guerra tampoco era muy buena, pero esta es nuestra casa al fin y al cabo”, señala Katya encogiéndose de hombros. La joven, con el cabello perfectamente trenzado y sin abrigo pese a las temperaturas bajo cero, trabajaba como operaria en una fábrica metalúrgica cercana. “Las mujeres de esta zona somos fuertes, resistentes. Así que créeme, no nos quebrarán”, enfatiza.
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