Y decirnos la verdad
Hubiera resultado revolucionaria una explicación honesta de la secuencia de hechos en torno a la reforma de la malversación y la sedición
Existe un género en las crónicas políticas al que llamo crónicas de estado de ánimo, que se detectan fácil por su titular: malestar en el Gobierno por tal asunto, malestar en la oposición por el contrario. Son crónicas de clima, hechas de fuentes anónimas las más de las veces, con lo que resultan imposibles de rebatir. Casi siempre. Una tarde, vino a gritos contra mí un secretario general que traía un artículo en la mano como si fuera una multa: “Esto que te dicen a ti los de mi partido no tienen los huevos de decírmelo a mí”. Testosteronas aparte, llevaba razón. Muchas de las fuentes anónimas que se prodigan en los medios son las que, llegada la hora, no se atreven a abrir la boca en los foros que los partidos reúnen a puerta cerrada con la jefatura presente. Repasemos, por poner un caso, el debate que hubo el lunes en la ejecutiva federal del PSOE por la controvertida reforma de la malversación. Notarán el silencio: malestar salvo alguna cosa.
Fue después de esa ejecutiva cuando a la portavoz socialista, que es la ministra Pilar Alegría, le preguntaron por la oportunidad de tramitar a todo correr una reforma de tanto calado en el Código Penal. “Toda prisa es poca para luchar por la transparencia, la higiene democrática y contra la corrupción”, contestó convencida. No es de ahora que el relato haga falta en política. En verdad, hace falta en la vida desde el primer día en que se te olvidan los deberes, pero el riesgo peor es terminar creyéndotelo, porque eso te sitúa en una realidad paralela a la que, por lo común, llamamos ficción.
Uno puede entender los esfuerzos del Gobierno, de cualquier Gobierno, por contrariar las evidencias: nadie dice siempre la verdad y menos si tiene la responsabilidad del mando. Pero hubiera resultado revolucionario que alguien explicase la secuencia con honestidad. Alguien que, sin previo aviso, nos dijera: “Cariño, tenemos que hablar, que esto es lo que parece”. Se ha dado malversación a cambio del apoyo de Esquerra, según ha admitido este martes en la SER el presidente de uno de los grupos parlamentarios que forman el Gobierno, Jaume Asens, aunque se notara luego un temblor entre los ministros: qué dice, qué hace, si parecerá que es verdad. El Gobierno y Esquerra han negociado desde el principio, según demuestra la coreografía de los últimos días: unos presentan una enmienda, otros la corrigen, otros la votan pese a que discrepan y, al final, alegría por un acuerdo que se supone que tanto ha costado. Sangre, sudor y lágrimas. Abrazos, aplausos y telón.
Hubiese resultado revolucionario que La Moncloa no hubiera llamado casualidad a la coincidencia entre los votos de sus socios y la derogación de la sedición, que nos hablara como adultos, para evitar que lo que vemos en tiempo real lo reconozcan sus protagonistas al cabo de los años en unas memorias que apenas se venderán cuando hayan prescrito las sospechas.
Uno puede entender, en fin, los esfuerzos de un partido, de cualquier partido, por mantener su relato y medir el fracaso o el éxito que obtenga con él a la manera en que se miden los discursos políticos, en la intención de voto de las encuestas; lo mismo que hemos acabado midiendo la vida en likes y en clics y en me gusta. Ocurre, sin embargo, que algunos de esos parámetros son más complicados de cuantificar: la credibilidad, por ejemplo. O la confianza. Aunque claro, lo que no pueda medirse o se mida peor, ¿a quién le importa?
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