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TRIBUNA
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La nueva etapa catalana

Existe una oportunidad de regresar a la política, y los partidos e instituciones españolas no pueden cruzarse de brazos. Si se quiere entrar en una fase que supere la confrontación, hay que crear espacios de entendimiento

El presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, el día 5, durante la sesión de control al Govern en el pleno del Parlamento catalán.
El presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, el día 5, durante la sesión de control al Govern en el pleno del Parlamento catalán.Andreu Dalmau (EFE)
Josep Ramoneda

Cinco años después, Cataluña abre una nueva etapa: el regreso a la realidad. Poco a poco, se va asumiendo lo que era evidente desde el principio: no se dan las condiciones para que la independencia pase de promesa a acto en un futuro próximo. La sociedad lo ha ido asumiendo y, con la agenda cargada de urgencias, el embate se aleja de la opinión pública. Si alguna duda quedaba de ello, la crisis de Junts per Catalunya la ha disipado. El alucinante ejercicio de dejación de responsabilidades que ha hecho la dirección de esta extraña familia poniendo a votación de la militancia la decisión estratégica sobre la continuidad en el Gobierno es la prueba definitiva. En una cuestión aparentemente tan importante, prefieren lavarse las manos, delegando su responsabilidad a un colectivo de perfiles bien imprecisos. Esta nueva situación interpela a la política española, que tiene mucho que revisar.

Ha sido precisamente en el quinto aniversario del 1 de octubre de 2017 cuando el mito de la unidad sagrada en torno al gran objetivo ha decaído en manos de las rivalidades entre partidos y organizaciones, de la pugna entre portadores de intereses diversos y de la inefable psicopatología de las pequeñas diferencias que convierte al socio en el principal adversario. Aquel domingo, con el Estado pillado a contrapié, con el ridículo de unos servicios de inteligencia incapaces de encontrar las urnas y con el Gobierno español subrayando el acontecimiento con unas cargas policiales que dieron la vuelta al mundo, sigue siendo el gran día en que apoya su legitimidad el independentismo. Y, sin embargo, el quinto aniversario ha contribuido a la lenta pero segura constatación de lo evidente: la independencia puede ser el objetivo compartido de los independentistas, pero su materialización no está en el orden del día, por mucho que algunos se resistan a aceptarlo.

Hay ahora una oportunidad de regresar a la política. Que es lo que en cierto modo plantea Esquerra Republicana (y sostiene en el terreno de las ideas Òmnium Cultural) y divide a Junts per Catalunya, que busca salvar su precaria unidad señalando a Esquerra como traidora. En esta circunstancia, los partidos e instituciones españolas no pueden cruzarse de brazos. Si realmente se quiere entrar en una fase en que la política sustituya a la confrontación, hay que moverse y crear espacios de oportunidad y entendimiento. Lo que ocurrió en 2017 no deja de ser un fracaso de la democracia española. El Gobierno de Rajoy fue incapaz de afrontar el problema políticamente, se dejó llevar por la indolencia del que quiere creer que nunca pasa nada, perdiendo así cinco años, de 2012 a 2017, en que nada estaba escrito todavía. Y cuando se vio desbordado, delegó la responsabilidad en el poder judicial, agrandando la fractura a niveles inesperados. Hay que aprender de aquella catastrófica experiencia.

Estamos en una fase en que la vía insurreccional está congelada. Y a las instituciones españolas corresponde apostar realmente por una política de reencuentro democrático. Nunca un conflicto es culpa de una sola parte. Y si se quiere aprovechar la actual coyuntura para entrar en tiempo de distensión y enhebrar una relación política efectiva, hay que empezar por el reconocimiento del otro y seguir por establecer acuerdos que den legitimidad a todos. No es fácil, porque es un terreno en que los avances significativos requieren de amplios consensos. Y la lógica identitaria de los patriotas y los traidores que reza en Cataluña rige también en España, donde la derecha espera cualquier movimiento del Gobierno para señalarle como vendedor de la patria.

El reconocimiento del independentismo, la normalidad en la negociación entre gobiernos, la paulatina desjudicialización del procés, con las reformas necesarias del marco legal, un cierto reequilibrio fiscal que acorte la distancia entre lo que Cataluña aporta y lo que recibe y la concreción de la indefinida mesa de diálogo podrían permitir sacar rendimiento mutuo de esta fase en que el independentismo va asumiendo que no hay vía rápida a la independencia. El Gobierno español evita mojarse para no dar alas a la derecha. Suelta alguna señal conciliadora de vez en cuando, para luego retener indefinidamente el balón, dejando al pairo a los sectores independentistas que buscan acuerdos. Por esta vía, lo único que se conseguirá es que cuando llegue el PP vuelva a intensificarse la confrontación, que es lo que desean los siniestros partidarios del cuanto peor, mejor.

Las circunstancias han variado significativamente. En una coyuntura global cargada de incógnitas y amenazas que hacen mella, las prioridades han cambiado. Hay urgencias que ni admiten dilación ni encuentran consuelo en la promesa de redención patriótica. Es la oportunidad de volver a la política: diálogo y negociación (y, por tanto, concesiones mutuas). Una actitud que compromete a las dos partes, también a la española. De lo contrario, seguiremos atrapados en el callejón sin salida de la tensión, del desprecio y del resentimiento. Hagan política, señores.

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