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tribuna
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Tras el luto

Más allá de la pompa y el boato de estos días, Carlos III llega al trono de un país con unos retos enormes pero que, frente a los vaticinios más pesimistas, demuestra más vigor que nunca

Funeral de Isabel II en Westminster.
Funeral de Isabel II en Westminster.RTVE (RTVE/EFE)
Eduardo Barrachina

Llegado al término del duelo por la reina Isabel II, se abre inexorablemente un nuevo capítulo en el Reino Unido. Con las dos magistraturas más importantes del país renovadas en tan sólo un días, el Reino Unido, aún alojado en la densa nostalgia por Isabel II, tiene la indeclinable tarea de dar respuesta a las cuestiones que le acechan.

La salida efectiva de la Unión Europea, la dimisión de Boris Johnson, la victoria de Liz Truss, la desaparición de Isabel II y el ascenso al trono de Carlos III empujan al país a vérselas por fin consigo mismo. Su horizonte vital como país se ha ensanchado. Ninguna nación del mundo ha mudado tanto en dos años como el Reino Unido. En su derredor, han surgido problemas gigantescos de escala global, la pandemia en su día, la crisis energética y una inflación disparada ahora. Son problemas con los que tendrá que lidiar directamente el nuevo Gobierno de Liz Truss. Aguardan entretanto cuestiones pendientes que el nuevo monarca puede ayudar a enderezar.

Por su edad, Carlos III asume el trono bien preparado y con experiencia y probablemente haya que evocar a su bisabuelo Jorge V cuando advirtió que: “No soy un hombre inteligente pero si no hubiera aprendido algo de todos los cerebros que he conocido sería un idiota”. Los desafíos del nuevo Cabinet son gigantescos pero el nuevo rey tiene una ocasión extraordinaria para estimular soluciones en algunos asuntos.

Su unidad territorial aunque contestada, de momento, no está en grave peligro. En el caso escocés, no se va a autorizar el referéndum porque el último, en 2014, es muy reciente y cualquier referéndum sin la autorización de Westminster es simplemente ilegal y, en consecuencia, nulo. Una hipotética independencia escocesa resultaría en una frontera con Inglaterra, su primer mercado con diferencia y el comienzo del proceso para ingresar en la UE, que conllevaría años. Encajonarse entre Inglaterra y el mar del Norte dista de ser una proposición atractiva en el actual contexto internacional que exige estados fuertes y preparados para asumir los numerosos retos económicos y estratégicos. Escocia se ha volcado con la familia real británica en los últimos días y pudiera decirse que fallecer en Balmoral ha sido el último acto de servicio de Isabel II.

En el caso de Irlanda del Norte, que al contrario que Escocia sí tiene derecho a la autodeterminación si se dan ciertas condiciones, es harto improbable que ello vaya a suceder porque la propia República de Irlanda no tiene ahora mismo ni el deseo ni la capacidad para integrar a casi dos millones de personas. El mecanismo para que ello pudiera organizarse es asaz complejo y exigiría un referéndum en Irlanda del Norte y otro en Irlanda así como un debate público sobre cómo se aseguraría un eficaz encaje de los seis condados británicos en la República.

En 1776, Edward Gibbon publicó el primer volumen de su colosal Auge y caída del Imperio romano pero el historiador inglés tuvo mala suerte y la publicación coincidió con la pérdida de las colonias americanas. Aunque el bueno de Gibbon no hizo ningún paralelismo con entre Roma y el imperio británico, las comparaciones fueron inevitables. Acaso fuera la primera vez que los británicos se vieron reflejados en el espejo de la Historia. Se repite ad nauseam que Inglaterra sigue viviendo pensando que tiene un imperio. Pero por ese momento desnortado ya pasaron y entre Delhi y Suez comprendieron dolorosamente que su imperio, como el que describía Gibbon había entrado en barrena. Por eso, tras una travesía existencial ingresaron finalmente en la comunidad económica europea. Sustituyeron el proyecto imperial por el europeo. Empero, a pesar de la desaparición de su imperio, en los arrabales atlánticos de Europa, se eleva una isla que sigue tejiendo hábilmente una red diplomática extraordinaria. Su pertenencia al G-7, G-20, Consejo de Seguridad de la ONU, su relación estrecha con EE UU, su influencia en la Commonwealth y el prestigio de su corona, nutren al Reino Unido de un soft power que muy pocos países pueden igualar.

La Commonwealth, que en su día Ortega definió como “el fenómeno jurídico más avanzado del planeta”, si bien goza de relativa buena salud, y pese a representar un tercio de la población mundial —la forman 56 países— y a una quinta parte del comercio internacional, no es un centro de poder ni tiene influencia decisoria alguna en los asuntos internacionales. Lleva años algo embotada pero es remedo de imperio y el modo natural del Reino Unido para proyectarse al exterior. Con todo, es una creación asombrosa que no se cuestiona. Importa mucho menos si alguna isla caribeña arisca decide alterar su forma de estado y convertirse en una república pues eso no afectará al funcionamiento de la Commonwealth, que como es bien sabido, alberga más repúblicas que monarquías. El reto para el Reino Unido es doble: nutrir a la Commonwealth de contenido relevante para que sea más visible y útil y mantener el rol de primus inter pares que hasta la fecha tiene el monarca británico.

Hace unos años, cuando Gordon Brown visitó a Obama, el equipo del primer ministro tras mucho pensar, le regaló un lapicero con madera del bergantín inglés HMS Rsolute, la misma madera de la que procede la popular mesa del despacho oval de la Casa Blanca. Fue un regalo lleno de simbolismo e historia. Gordon recibió en cambio unos DVD que encima solo se podían ver en reproductores americanos. El desequilibrio en lo que todavía se conoce como “relación especial” con EE UU también alcanza a los gestos protocolarios. Suez en 1965 fue el aviso. Es posible que ya no sea una relación especial pero el Reino Unido aún sigue necesitando esa relación atlántica y EE UU sabe que no tienen mejor interlocutor en Europa que Reino Unido.

Más allá de la pompa y el boato, estos días han sido sobre todo —reconozcámoslo sin rebozo— una lección de Derecho constitucional inglés y de lealtad nacional al nuevo monarca. Frente a las tentaciones pesimistas por los retos que se ciernen, estas jornadas sirven para recordarnos que este país, con todo, sigue latiendo con más vigor que nunca. Fue Bagehot quien dijo que la historia de Inglaterra ha sido, en sustancia la misma, aunque su forma ha ido cambiando. Pues justamente de eso se trata, de volver a hacer Historia.

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