Sangría azul
Han rodado tantas cabezas coronadas (a veces, literalmente), que las que han sobrevivido han desarrollado una particular inmunidad, basada en el principio de minimizar el poder de los reyes y maximizar su simbolismo
La muerte de la reina de Inglaterra ha resucitado a las monarquías. Los reyes y reinas vivieron un saeculum horribilis: en 1900 había monarcas rigiendo los destinos, a menudo con puño de hierro, de 150 países en el mundo, pero a principios de este siglo apenas quedaban una cuarentena y, por lo general, con una potestad más ceremonial que real. Sin embargo, en la actualidad las monarquías apenas caen. La sangría azul se ha detenido. ¿Por qué?
Precisamente porque han rodado tantas cabezas coronadas (a veces, literalmente), que las que han sobrevivido han desarrollado una particular inmunidad, basada en el principio de minimizar el poder de los reyes y maximizar su simbolismo. Cuanto más alejada está la Corona de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, mayores son sus opciones de perpetuarse en una sociedad democrática. No es que el rey o la reina estén por encima de la lucha política, como ocurría antaño, o como todavía defienden quienes exigen a Felipe VI una interpretación militante de la prescripción constitucional de que el monarca “arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones”. Más bien, deben estar al lado de la disputa partidista, sin que parezca que ayudan a un favorito. Y aquí hay margen de mejora en España, donde podemos distanciar más al monarca del proceso de investidura, tal y como recomienda el experto Ignacio Molina. De esta manera, evitaríamos repetir escenas que, desgraciadamente, serán más frecuentes en nuestra política fragmentada: ¿A quién debe llamar el rey para formar Gobierno? ¿Al líder de la lista más votada o a quien supuestamente tiene mejores apoyos parlamentarios?
Hay dos caminos para alcanzar el sano alejamiento de la Corona y la política: la Constitución o la tradición. En España, Japón o Suecia, la Constitución delimita tanto el papel del rey, que hemos alcanzado lo que el jurista Göran Rollnert Liern llama el “último estadio evolutivo de las monarquías”. Al contrario, la Corona británica retiene un poder teórico inmenso, en el ejecutivo, legislativo y judicial, amén de la Iglesia, pero la práctica tradicional lo ha constreñido. Eso parece una desventaja inicial para la monarquía británica: todo depende más de la persona y, vamos, Carlos III no atesora la destreza de Isabel II. Pero esconde una ventaja: la tradición siempre es más resistente que la Constitución.
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