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Columna
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Arena negra, cordero y cría

Una no se despierta cada mañana sobre una cama desde la que se ven arrayanes, el mar y una cordillera nevada

La Virgen con el Niño (La Virgen del gorrión), anónimo.  Hacia 1600. Óleo sobre tabla, 93 x 75 cm.
La Virgen con el Niño (La Virgen del gorrión), anónimo. Hacia 1600. Óleo sobre tabla, 93 x 75 cm.

Se oyen risas, corren, se les escapa algún grito que escucho desde la cama. Es agosto, pero hace frío, y el grupo de mujeres con el que viajo se ha abrigado y ha salido con prisa hacia la playa para observar las estrellas.

Las temperaturas son marginales pero van a mejorar, dijo el comandante hace unas horas. Después anunció que no podríamos aterrizar según lo previsto. Un poco más tarde, con reserva de combustible para 10 minutos, llegamos a Puerto Montt. Nos sorprendió que el mar de nubes que habíamos estado contemplando estuviera tan bajo, que durante todo el tiempo de incertidumbre el suelo hubiera estado tan cerca de nosotras.

Pensaba entonces en la primera vez que visité Chiloé, en cómo eran mis ojos y cómo miraban, y en cómo mi cuerpo, ahora, también ocupa un lugar distinto. Aquella primera vez, una amiga me decía colócate aquí, mira hacia arriba, métete en la bañera, y me tomaba fotos. Yo disfrutaba —y sufría inútilmente cada vez que no me reconocía en la imagen— compartiendo las fotografías en las que salía bien. Ahora soy yo la que mira y me importa bastante menos cómo se me ve. Miro a través de mis ojos, pero también lo hago a través de las personas a las que miro, y ahora mismo dispongo de los 14 ojos de las siete alumnas con las que viajo.

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En Puerto Montt alquilamos dos coches y después de 200 kilómetros llegamos a la localización acordada. Una señora nos esperaba en mitad de la nada con una linterna en la mano: “No corra, mijita, que es todo cuesta abajo y pedregoso”. La casa está en un bosque de arrayanes delante del Pacífico. Deseo que sea de día y ver el paisaje, pero también fantaseo con un atardecer delante del fuego para acabar de desaparecer del todo. Entonces llegará otro tipo de silencio, el que interrumpen el viento y los ruidos de los animales, o las risas de las mujeres con las que viajo.

Por las mañanas, un pajarillo se acerca a mi ventana y da golpecitos en el cristal. Pienso, cada vez que lo hace, que debe ser alguna de ellas golpeando mi puerta, pero es un pajarillo que no exige nada y me regala el pensamiento de saberme afortunada, porque una no se despierta cada mañana sobre una cama desde la que se ven arrayanes, el mar y una cordillera nevada.

Miro a través de los ojos de mis alumnas y reconozco la urgencia porque las cosas sucedan. A mediodía salimos a pintar a la playa. Arena negra, cordero y cría: una pintura de Rosa Bonheur. Miramos el agua y nos preguntamos qué sentido tiene intentar pintarla. Los chillidos de las gaviotas se interrumpen por el ritmo de los golpes del metal contra la madera: una anciana corta leña. De vuelta a la casa saco de la biblioteca 84, Charing Cross Road y me tumbo en un sofá. ¿He tenido que llegar hasta el fin del mundo para encontrarme con esto en una casa de alquiler?, le pregunto a mi editora. “¡No lo conocías! Qué delicia de libro…”, me responde. Después, el libro pasa a manos de Silvia, que acaba la lectura con los ojos llorosos. Isabel y Jana lo devoran unas horas más tarde.

Las temperaturas iban a ser duras, pero parece que el mal tiempo —que todo lo malo— lo haya engullido el cuadro que cuelga en la entrada de la casa: el agua de un mar negro se funde sobre una arena todavía más oscura y tres hombres y una mujer se reúnen alrededor de un piano frente a una gigantesca construcción de palafitos que parece haber sobrevivido a un incendio, un Remando al viento en versión chilota.

De regreso a Puerto Montt repaso lo que he visto a través de los ojos jóvenes que me acompañan. Cuando entrego el coche en el aeropuerto, Jana me pregunta: ¿Pensarán que eres nuestra madre? Me digo, con la voz de Marta Sanz, que la carne va oliendo a rancio, y que echa de menos a todos los hijos que no ha concebido.

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