El café en Colombia y la leyenda negra del petróleo
No fuimos una nación llamada a ser grande y a la que la discordia fratricidas deshizo después de ganar su independencia, sino dos países tropicales contiguos en el mapa de las nacientes repúblicas hispanoamericanas
Un tardecita —pronto hará 40 años—, echado en una playa del Golfo Triste, cerré de golpe un libro del bogotano Marco Palacios y me pregunté: “¿Por qué rayos nadie ha escrito en Venezuela un libro comparable a El café en Colombia? ¿Un libro de vocación seminal y canónica que, con propiedad y sin hacer concesiones, pueda llamarse El petróleo en Venezuela?”.
Frecuenté aquel libro de Editorial Presencia hasta que se descuadernó, lleno de subrayados y pegatinas. El libro de Palacios me hizo ver con claridad que, contrariamente a lo que afirma la patriotera superchería bolivariana que nos ofusca desde mil ochocientos setenta y pico, no fuimos una nación llamada a ser grande y a la que la mezquindad y la discordia fratricidas deshicieron después de ganar su independencia, sino dos países tropicales contiguos en el mapa de las nacientes repúblicas hispanoamericanas.
El modo con que un país se gana la vida no explica del todo sus ruindades, sus mitologías y sus ocasionales grandezas. El libro de Palacios me ayudó a entender que el petróleo no tenía que haber sido en sí mismo una maldición.
Sin embargo, una cosa es festejar el Primer Centenario de la Independencia subastando en Londres y Nueva York el catastro geológico de 700.000 millas cuadradas de cuencas sedimentarias petrolíferas y otra tratar de hacerse un lugar en el planeta, contando desde la segunda mitad del siglo XIX tan solo con café, una impracticable orografía, un gran río solo a trechos navegable y el venático ciclo de los vientos alisios.
Los venezolanos no hemos hecho mucho por escribir algo siquiera homologable a El café en Colombia, pero sí nos hemos esmerado en denostar del petróleo haciéndolo culpable de todas, o casi todas, nuestras desventuras.
Uno de nuestros mitos fundacionales sostiene que por largo tiempo, antes de la Primera Guerra Mundial, Venezuela fue el primer exportador mundial de café, por encima de Brasil. Y que la avasallante industria del petróleo acabó en poco tiempo con esa primacía. ¿De dónde habrá salido, me pregunté siempre, esa enormidad repetida campanudamente en todos los manuales de historia patria durante un siglo?
La respuesta me la dieron el libro de Marco Palacios y un trabajo de econometría restrospectiva, zumbonamente titulado The Mickey Mouse numbers in world history, cuyo autor fue D.C.M Platt, gran historiador del comercio exterior británico del siglo XIX. The Mickey Mouse etc… es un estudio de los errores de cálculo en que incurren los historiadores que abusan de las estadísticas.
Ciertamente, al llegar los primeros geólogos de la General Asphalt británica a Venezuela en 1911, hacía ya tiempo que el país había fracasado por completo en el propósito de asentar una economía agrícola, primordialmente cafetera, orientada al llamado “crecimiento hacia afuera”, objetivo muy propio del proyecto liberal decimonónico en nuestra América.
Un botánico suizo, Henri Pittier, experto de la Secretaría de Agricultura de los Estados Unidos y él mismo cultivador de café en Costa Rica, contratado por el Gobierno venezolano para evaluar nuestra actividad agrícola, dictaminó en 1913 que “la degeneración fitogenética y la baja productividad de los cafetales venezolanos son resultado de más de 60 años de incuria”.
Hablaba sin saberlo de la casi perenne guerra civil y la masiva destrucción de la propiedad que fue el siglo XIX venezolano.
El café producido en la región de los Santanderes colombianos en la segunda mitad del siglo XIX salía al Caribe y luego a Europa desde el puerto de Maracaibo, en Venezuela, luego de pagar un impuesto de tránsito a través del fronterizo estado Táchira. Era asentado, naturalmente, en las cuentas de importación de Londres y Hamburgo como café proveniente de Venezuela.
Cuando la actividad cafetera de Colombia se afianzó en la Cordillera Occidental colombiana, ya en la década de 1870, las series económicas, cuidadosamene elaboradas por el extinto economista venezolano Asdrúbal Baptista, dejan de registrar la colosal exportación de ese solamente ilusorio café venezolano.
Quod erat demostrandum.
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