Colombia: del voto “anti” al riesgo trumpista
Las promesas populistas nuevas y salvadoras de líderes como Rodolfo Hernández suelen terminar en posiciones reaccionarias, anacrónicas y peligrosas
Las elecciones presidenciales en Colombia han dejado dos grandes conclusiones después de los resultados en la primera vuelta: por un lado, el hartazgo generalizado de la ciudadanía respecto a la maquinaria politiquera tradicional y, por otro, una cierta sensación de “fuera de juego” a la hora de elegir entre dos opciones que suponen un “salto al vacío” de un cambio que está por definir pero, en todo caso, sin la red de la institucionalidad partidaria y partidista capaz de parar el golpe.
Tal y como reflejan gran parte de las encuestas, estas elecciones presidenciales en donde las clásicas dinámicas frentistas no podían faltar —a pesar del cambio de régimen que probablemente estemos viviendo— se decidirán no tanto por todo ese conjunto de promesas y factores clásicos del histórico comportamiento electoral colombiano, sino principalmente por la confianza o no, respecto a cómo se han hecho las cosas después del Acuerdo de Paz, por los escasos cambios percibidos y por una impresión de falta de liderazgo y de confianza respecto a la actual política gubernamental. Factores todos ellos que pasan más por el corazón que por la cabeza.
El país se encuentra ante una duda hamletiana: darle a Colombia la oportunidad histórica de un paso por la izquierda para la superación definitiva de la herencia uribista en sus distintas versiones vividas con los diferentes herederos, más o menos leales al “caudillo” o, por el contrario, buscar una alternativa populachera y populista con promesas supuestamente antisistema pero que en verdad son los viejos tópicos del discurso más electorero, envuelto para lo ocasión en nuevo formato ticktockero. El principal objetivo de Rodolfo Hernández, líder de este movimiento trumpista y antiguo alcalde de Bucaramanga, es cerrar el paso a Gustavo Petro y cía, en donde dentro de esos compañeros incómodos de viaje, también anda subida la antigua guerrilla reintegrada. En conclusión, según sus detractores, un candidato inestable, imprevisible con sus tendencias bolivarianas y en malas compañías.
Todo parece indicar que estos comicios no se van a decidir por el juicio que pueda merecer el agotamiento del sistema político —pendiente de una profunda reforma pactada en los Acuerdos de Paz y rechazada de forma vergonzante por el Congreso—; tampoco por las políticas urgentes para atajar la desigualdad en uno de los países de mayores desigualdades y más clasista de América Latina, con una falta de oportunidades de las clases más populares, especialmente de los más jóvenes; ni mucho menos en esta segunda vuelta se van a confrontar las distintas propuestas de reformas económicas y fiscales imprescindibles para incrementar la base recaudatoria inevitable para mantener el sistema público sanitario y de pensiones; para nada se van a contrastar los enfrentados programas para atajar esa histórica cuestión pendiente referida a la propiedad y titularidad de la tierra, por no hablar de la grave situación de las comunidades rurales y campesinas. Ninguna de estas cuestiones va a dirimir el voto de los colombianos; lo determinante en estos comicios va a ser el voto “anti” y concretamente el voto anti-Petro propagado por los viejos y los nuevos sectores que administran la memoria histórica dominante en ese país.
También es complicado encasillar esta consulta, como ocurre en esta fase de la democracia en todo el mundo, dentro de la lectura clásica entre candidatos de derechas e izquierdas, aunque ambas posiciones tengan distintas versiones en donde elegir. Y, de forma especial, en la izquierda del Pacto Histórico petrista, comenzando por el incombustible Polo Democrático en permanente disputa, pasando por la histórica Unión Patriótica de Jaime Pardo Leal y Aida Avella —versión romántica revolucionaria de un programa transformador brutalmente cercenado—, y acabando en la versión más revolucionaria y farciana con un Timochenko líder discutido de una antigua guerrilla reintegrada en la marginalidad sistémica. Por otro lado, en su visión light, Petro suma desde el apoyo de la más multicolor y alternativa de centroizquierda de la alcaldesa bogotana Claudia López, pasando por el respaldo combativo de los distintos colectivos indígenas y afrodescendientes —representados en su ticket, Francia Márquez—, hasta la más verde y ciudadana alianza del multifacético profesor y excandidato presidencial Antanas Mockus.
Toda esta diversidad de sensibilidades desde el centro a la izquierda en apoyo de un candidato exguerrillero del M-19, brillante senador, que opta por segunda vez a la presidencia, con el programa más modernizador, próximo a los planteamientos del socialismo europeo y de mayor apoyo popular, pero también el candidato que ofrece mayores dudas sobre su capacidad de gestión a la hora de forjar equipos con los que, no por casualidad, siempre acaba regañando y rompiendo, a tenor de su paso por la alcaldía de Bogotá: 15 dimisiones y cinco directores de gobierno en cuatro años —empezando por el líder histórico Navarro Wolff—. Estas circunstancias y la campaña orquestada desde los medios dominantes de siempre colocarían a Petro —según los sondeos— a la cabeza de los “anti”, y al populista Hernández en mejor posición para llegar al palacio de Nariño.
Sin embargo, la victoria de este candidato mal hablado, apodado El Ingeniero, podría poner a Colombia en esa lista de países que por cansancio y agotamiento político eligieron opciones populistas nuevas y salvadoras, pero que, al poco tiempo, siempre se vuelven reaccionarias, anacrónicas y peligrosas, para darse cuenta del error cuando ya es demasiado tarde y se tiene que pagar un alto coste político, social y de credibilidad global. Colombia, uno de los países con el mayor —probablemente el que más— peso político, administrativo y de más larga tradición democrática en América Latina, debe pensar muy bien cuál puede ser el mal menor a la hora de ejercer el voto en este momento decisivo.
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