Aristocrática
En un sistema democrático ―no capitalista a la fuerza―, habría que cuestionar el papel de una clase superior definida hoy por privilegios de cuna, juerga privada, picaresca del negociete ―con el ejemplo legitimador del emérito― y posado en ‘photo-call’ como’ influencer’ de lujo
Aunque Dios nunca me escucha, puedo por fin confesar lo que sufrí por los linajes de Medina y Figueroa, por la Casa de Priego, durante la Semana Santa. Al ver las tertulias del corazón, la víscera se me encogía. La familiaridad de usar el nombre de pila y el diminutivo para aludir a los grandes de España como si fuesen amiguitos nuestros convertían en peccata minuta las comisiones por las mascarillas y los chanchullos de Luis. El hecho trágico era que Nati, doliente y escondida con el hijo chacina, musa de moda internacional, no pudiera contemplar los pasos con el corazón ―siempre el corazón― partío; sus ojos no se llenarían de lágrimas en presencia de la Macarena, ni Luis encontrará ocasión de redimirse de una avaricia que no le cuadra al modelo de beneficencia aristocrática. Pero son lo mismo: distinguen calderilla y saco del tesoro. “A la saca”, cuánta finura. Quiero saber en qué colegios de triunfadores y en qué fe fueron educados estos aristócratas. Hay quien llegó a justificar las acciones de Luis por su infancia de pobre niño rico. Las infancias de los pobres niños pobres no suelen ser eximentes en los juicios mediáticos. Las infancias de los pobres niños pobres no suelen ser ni siquiera mediáticas. Les falta telegenia.
Hay clasismo en la cercanía con que se trata a estos personajes en ciertos medios de comunicación. Esa cercanía implica asumir las redes clientelares de amiguetes que acceden a las altas instancias con solo chascar los dedos; la sinonimia entre hacer negocios y trampas colocándose justo sobre la raya del delito; la ejemplar listeza de quien gana mucho dinero con una llamadita; la ley del mínimo esfuerzo como mantra vital que confunde a una juventud enmierdada en la criptomoneda; la espuria familiaridad entre las clases trabajadoras y la aristocracia a través de un concepto de cultura popular que nos hermana en atavismos, vísceras, carcajadas ante el chiste de Bertín, vivan las caenas y el patrioterismo de la carne de cañón del 2 de mayo ―¡felicidades!―. El falsísimo poder igualatorio de la muerte. Cuando llegan las duras, las duras siempre son más duras para quien no espera una herencia de cuatro millones de euros. El abuelo de Luis, Rafael de Medina y Villalonga, era falangista. Dios los cría y ellos se juntan. Luis, soltero de oro ―tilín―, es muestra viviente de la metamorfosis del aristócrata en hombre de negocios. La evolución debería ser natural: una puerta giratoria conduce del patrimonio hereditario a la plutocracia del neoliberalismo que mantiene legalmente las desigualdades. Pero algo no funciona: para la mentalidad aristocrática, ni siquiera eso es suficiente, quizá porque trabajar siempre fue cosa de pobres. En un sistema democrático ―no capitalista a la fuerza―, habría que cuestionar el papel de una clase superior definida hoy por privilegios de cuna, juerga privada, picaresca del negociete ―con el ejemplo legitimador del emérito― y posado en photo-call como influencer de lujo. Cuestionar a los altavoces que blanquean esas imágenes, transformándolas en referentes a través de un perverso mecanismo: subrayar nuestras diferencias cuando vienen bien dadas ―qué deseable estatura, qué ortodoncia, qué elegancia―; y marcar nuestras similitudes cuando la aristocracia delinque ―somos falibles, débiles, moriremos―. “¿Cómo se encuentra, Luis?” A mí qué me importa y que Dios los perdone.
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